Dos astronautas conversan distendidos en la cabina de una estación espacial luego de haber padecido experiencias totalmente desquiciantes en un planeta imaginario que da nombre a una de las mejores novelas de ciencia ficción que se hayan escrito: Solaris. La obra maestra de Stanislav Lem, llevada al cine de manera sublime por Andréi Tarkovski, gira alrededor de un planeta inteligente y su extraño comportamiento, inexplicable para los científicos que desde su descubrimiento se han dedicado a estudiarlo.
Fieles al comentario reciente de un usuario acerca de nuestra publicación Apología de la ciencia ficción, que dijo: «… hay mucha más calidad literaria y enjundia filosofía en la ciencia ficción que en mucha literatura “seria”», transcribimos el siguiente extracto de la novela confiando en corroborar su afirmación:
Snaut entró en la cabina. Miró alrededor y luego se volvió hacia mí. Yo me levanté y me acerqué a la mesa.
—¿Me necesitas?
—¿No tienes nada que hacer? —dijo Snaut—. Podría darte trabajo… cálculos. Oh, no un trabajo muy urgente…
Sonreí.
—Gracias, pero no vale la pena.
Snaut miraba por la ventana.
—¿Estás seguro?
—Sí… Pensaba en algunas cosas y…
—Preferiría que pensaras un poco menos.
—¡Pero no sabes en qué estaba pensando! Dime, ¿tú crees en Dios?
Snaut me echó una mirada inquieta.
—¿Qué?… ¿Quién cree todavía?…
Yo adopté un tono desenvuelto.
—No es tan sencillo. No se trata del Dios tradicional de las religiones de la Tierra. No soy especialista en historia de las religiones y tal vez no haya inventado nada. ¿Sabes, por casualidad, si existió alguna vez una fe en un dios… imperfecto?
Snaut frunció las cejas.
—¿Imperfecto? ¿Qué quieres decir? En cierto sentido, todos los dioses eran imperfectos, una suma de atributos humanos magnificados. El Dios del Antiguo Testamento, por ejemplo, exigía sumisión y sacrificios, y tenía celos de los otros dioses… Los dioses griegos, de humor belicoso, enredados en disputas de familia, eran tan imperfectos como los hombres.
Lo interrumpí.
—No, no pienso en dioses nacidos del candor de los seres humanos, sino en dioses de una imperfección fundamental, inmanente. Un dios limitado, falible, incapaz de prever las consecuencias de un acto, creador de fenómenos que provocan horror. Es un dios… enfermo, de una ambición superior a sus propias fuerzas, y él no lo sabe. Un dios que ha creado relojes, pero no el tiempo que ellos miden. Ha creado sistemas o mecanismos, con fines específicos, que han sido traicionados. Ha creado la eternidad, que sería la medida de un poder infinito, y que mide sólo una infinita derrota.
Snaut titubeó, pero ya no me mostraba esa desconfiada reserva de los últimos tiempos.
—El maniqueísmo, antaño…
Lo interrumpí.
—Ninguna relación con el principio del Bien y del Mal. Este dios no existe fuera de la materia, quisiera librarse de la materia, pero no puede…
Snaut reflexionó un instante.
—No conozco ninguna religión de ese tipo. Esta especie de religión nunca fue… necesaria. Si te comprendo, y temo haberte comprendido, piensas en un dios evolutivo, que se desarrolla en el tiempo, crece, y es cada vez más poderoso, aunque sabe también que no tiene bastante poder. Para tu dios, la condición divina no tiene salida; y habiendo comprendido esa situación, se desespera. Sí, pero el dios desesperado ¿no es el hombre, mi querido Kelvin? Es del hombre de quien me hablas… Tu dios no es sólo una falacia filosófica, sino también una falacia mística.
—No, no se trata del hombre —insistí—. Es posible que en ciertos aspectos el hombre se acomode a esta definición provisional, y también deficiente. El hombre, a pesar de las apariencias, no inventa metas. El tiempo, la época, se las imponen. El hombre puede someterse a una época o sublevarse; pero el objeto aceptado o rechazado le viene siempre del exterior. Si sólo hubiese un hombre, quizá pudiera tratar de inventarse una meta; sin embargo, el hombre que no ha sido educado entre otros seres humanos no llega a convertirse en hombre. Y el ser que yo… que yo concibo… no puede existir en plural ¿comprendes?
Snaut señaló la ventana.
—Ah —dijo—, entonces…
—No, él tampoco. En el proceso de desarrollo, habrá rozado sin duda el estado divino, pero se encerró en sí mismo demasiado pronto. Es más bien un anacoreta, un eremita del cosmos, no un dios… El océano se repite, Snaut, y mi dios hipotético no se repetiría jamás. Tal vez esté ya en alguna parte, en algún recoveco de la Galaxia, y muy pronto, en un arrebato juvenil, apagará algunas estrellas y encenderá otras… Nos daremos cuenta al cabo de un tiempo.
—Ya nos hemos dado cuenta —dijo Snaut con acritud—. ¿Las novas y las supernovas serían entonces los cirios de un altar?
—Si tomas lo que digo al pie de la letra…
—Y Solaris es quizá la cuna de tu divino infante —continuó Snaut, con una sonrisa que le multiplicó las arrugas alrededor de los ojos—. Solaris es tal vez la primera fase de ese dios desesperado… Quizá esta inteligencia pueda desarrollarse inmensamente… Todas nuestras bibliotecas de solarística pueden no ser otra cosa que un repertorio de vagidos infantiles…
—Y durante un tiempo —proseguí— habremos sido los juguetes de ese bebé. Es posible. ¿Tú sabes lo que acabas de hacer? Has ideado una hipótesis enteramente nueva sobre el tema de Solaris. Felicitaciones. De pronto, todo se explica, la imposibilidad de establecer un contacto, la ausencia de respuestas, el comportamiento extravagante; todo corresponde a la conducta de un niño pequeño…
De pie frente a la ventana, Snaut refunfuñó:
—Renuncio a la paternidad de la hipótesis…
Contemplamos un rato las olas tenebrosas; una mancha pálida, oblonga, se dibujaba al este, en la bruma que velaba el horizonte.
Sin apartar los ojos del desierto centelleante, Snaut preguntó de pronto:
—¿De dónde sacaste esa idea de un dios imperfecto?
—No sé. Me parece muy verosímil. Es el único dios en el que yo podría creer, un dios cuya pasión no es una redención, un dios que no salva nada, que no sirve para nada: un dios que simplemente es.
Fuentes:
- Stanislav Lem, Solaris, Barcelona, Minotauro, 1985
- Tarkovsky, Solaris, 1972 (film en IMDb)