Revista Cultura y Ocio
Alguien escribió una vez que lo peor de los monstruos no es su existencia, sino la circunstancia penosa de que nos obligan a hablar constantemente de ellos: para analizarlos, para horrorizarnos con sus excesos, para repudiarlos, para evitar su repetición. Y el nazi Joseph Goebbels ostenta el dudoso honor de ser uno de los monstruos más abyectos, execrables e inmundos que produjo el siglo XX, no tanto por la gente que mató personalmente (que fue más bien escasa, si lo comparamos con otros engendros de su mismo partido), como por la manera calculadora, fría, sistemática y tenaz con que propagó el odio entre millones de personas (los alemanes) hacia otros millones de personas (los judíos). Goebbels, además, fue un hombre culto, doctor en filosofía, con altas dotes intelectuales y oratorias (dice Rof Hochhuth que lo más peculiar de él es que atesoraba intelecto "en una banda de microcéfalos de prominente barbilla"), que utilizó la palabra para incendiar el alma de todo un pueblo y para abocarlo a la abominación del crimen masivo.
La editorial madrileña La Esfera de los Libros publica, con la traducción de Beatriz de la Fuente, el Diario de 1945 de este polémico e iracundo agitador, y sin duda se trata de un documento de primera magnitud para entender las vísceras del nazismo. Durante los meses de febrero a abril de 1945, mientras el continente europeo se desangraba en una guerra espantosa, Goebbels fue tomando nota de los avances y retrocesos militares del Reich, y dejó cumplida demostración de los cauces de su pensamiento: el desprecio que le inspiraban los militares como Göring ("Petimetres vanidosos y perfumados no deben formar parte de la dirección de la guerra. O cambian o tienen que ser eliminados", página 52); la burla que reservaba para los dirigentes que no apoyaron a Hitler ("Franco es una gallina convulsa", página 68); su hipocresía, que le hacía juzgar que todos los demás eran los culpables de la guerra, menos los nazis (define a Churchill como "el enterrador de Europa" en la página 124); su bilis racista, que se extiende por todas las hojas del volumen ("A los judíos, cuando se tenga poder para ello, hay que matarlos a palos como a las ratas. En Alemania, gracias a Dios, ya lo hemos hecho como se debía. Espero que el mundo tome ejemplo", página 184); o su ansia de control y manipulación, que lo lleva a propalar frases ilógicas, más propias de un iluminado que de un intelectual ("Necesito hombres con personalidad y carácter, que sigan exactamente mis instrucciones", página 368).
Toda la virulencia, todo el rencor, todo el sinsentido del régimen nazi están en estas páginas, que demuestran al mundo y a la Historia hasta dónde puede llevar el virus de la perversión al género humano.