Hace tiempo que conocí a una mujer en el mercadillo de San Judas. Tiene un puesto pequeño, apenas una mesita, dos banquetas y un trébede con una sartén en donde fríe trozos de yuca y también unos pastelitos salados rellenos de patata. En realidad, los pastelitos se parecen más a lo que nosotros conocemos por empanadillas, pero están riquísimos y todos los domingos me acerco al puesto y le compro un cucurucho de pastelitos. Y de tanta visita al puesto he cogido algo de confianza con ella, y ella conmigo, y echamos una parrafada si es que no tiene muchos clientes en ese momento. Se llama Manuela y la acompaña siempre una hija de unos nueve o diez años, Panchita, que la ayuda con la venta, sobre todo a la hora de dar las vueltas, pues la niña es muy despierta. Y lindísima: la carita muy plana, como de china, una nariz que parece un granito y unos ojazos que me tienen enamorada.
Esta mañana Manuela me preguntó si yo trabajaba con el Acnur. Le dije que sí y ella, después de mirar para los lados con un gesto muy suspicaz, me invitó a visitar su casa. Quedamos para la semana próxima, el miércoles o el jueves, porque los sábados y los domingos está muy atareada con el tema de la venta. ¿Qué querrá? Estoy intrigada con la invitación.
21 de abril, juevesAyer, un poco antes del mediodía vino a buscarme Panchita, que parecía un ratoncillo de campo en la puerta de la oficina, mirándolo todo con los ojos muy vivos. Cuando me vio salir, me dio la mano y de la mano me ha conducido hasta su casa. Viven en un caserío muy metido entre los cerros, a unos tres o cuatro quilómetros del pueblo. La casa me ha parecido muy pobre, pero el lugar es bonito, un poco en alto y rodeado de matas de plátano y parras de güisquil. No sé por qué había supuesto que Panchita sería la pequeña, pero no, aparte de los mayores tiene dos hermanos menores. Supongo que me ha engañado lo estropeada que está Manuela, que no llegará a los cuarenta pero aparenta diez más. El marido también está avejentado, y es un hombre muy callado, que apenas ha abierto la boca.
Para agasajarme mató uno de los pollos que pululan por la parcela y lo cocinó en salsa. Estaba muy sabroso, aunque casi me hacen aborrecerlo porque me obligaron a repetir dos veces, y yo, como la tonta que soy, no me atreví a negarme por no ofender. Después, cuando Manuela limpió todos los trates de la comida y nos quedamos solas, a la sombra de una parra de güisquiles, me ofreció café con pan dulce y me contó una historia sobre un niño perdido.
En los tiempos en que llegaron los refugiados, bien por mala suerte o porque sus padres hubieran muerto en el cruce de la frontera, algunos niños se extraviaron y fueron a parar a casas de los campesinos de la zona. El caso fue que una noche a su casa llegó un niño chelito, de pelo amarillo. que se escondió en el chiquero donde encierran a los cerdos y no lo vieron hasta la mañana siguiente. Estaba sucio, arañado, hambriento y con mucho miedo. El niño, al principio, se mostraba cohibido y temeroso, pero poco a poco fue perdiendo la cortedad, sobre todo cuando le ofrecieron comida, y pronto cogió confianza y se hizo a ellos. Manuela pensaba que no tardaría en aparecer su familia, y no quería encariñarse con él, pero pasaron varios días y nadie llegó a buscarlo. Y como hacía apenas un año que se les había muerto un hijo, decidieron quedárselo y criarlo. Estuvo viviendo con ellos unos meses, como un hijo más, hasta que los militares lo encontraron haciendo una batida por la zona. Según dijeron, buscaban refugiados que se hubieran dispersado, aunque los únicos refugiados que llevaban eran un par de niños. Militares de Honduras, doña Lola, me decía, de la base de Concepción. Su esposo hizo el intento de protestar, pero un viejón lleno de estrellas le dijo que se callara si no quería tener problemas, que a los niños se los llevaban para reunirlos con sus verdaderas familias.
Pero Manuela cree que no, que era para otra cosa, y se echó a llorar. Estuvo con nosotros poquito tiempo, me dijo, pero le tomé mucho cariño. El niño se llamaba Sebastián, y me lo contaba por si yo podía enterarme de algo. Inmediatamente me acordé de la familia a la que le habíamos tramitado la salida, y de la madre que lloraba el hijo perdido. ¿Cuántos casos no se habrán dado en la frontera? Eso fue ayer. Hoy le he preguntado a Eduardo Colindres, que es el único que está en la oficina, y me ha soltado que esos son cuentos que divulgan los refugiados para desacreditar a la Fuerza Armada, y hasta me ha reñido por dedicarle tiempo a esto. Mire, Lolita, no le pagan para que haga de Sherlock Holmes, me ha soltado. Menudo pendejo, como dicen aquí. Pero no pienso olvidarme del asunto.
La llegada del hombre a la luna me pilló con pantalones cortos y estudié en una universidad aún revuelta por la transición. Un travieso gusanillo interior me llevó a Centroamérica, a dedicarme en cuerpo y alma al sufrido oficio de cooperante, que me ha dejado unas cuantas arrugas, muchos amigos, el amor por la literatura hispanoamericana y una cantidad indeterminada de historias por contar. www.laotraliteratura.com Ver todas las entradas de julioalejandre