Editorial Random House. 181 páginas. Primer
libro escrito entre 1986 y 1987; en 2003 el segundo. Edición de 2016.
Prólogo de Marcial Souto.
Tenía en mi casa sin leer tres libros de Mario Levrero (Montevideo 1940-2004): Fauna / Desplazamientos, La
máquina de pensar en Gladys y el libro de entrevistas Un
silencio menos, cuando recibí una invitación para participar en una
revista ‒que siempre he admirado‒. En su número de 2017, varias personas
interesadas en el escritor uruguayo hablaríamos de él. Esto me llevó a releer
(o leer) gran parte de la obra de Levrero. Lo primero que hice fue encargar en La Central de Callao dos libros que el
día que fui a visitarlos no tenían: Diario de un canalla / Burdeos, 1972
y un conjunto de estudios sobre él, titulado La máquina de pensar en Mario
Levrero. Más tarde me escribieron para decirme que ya tenían el primero,
lo hojeé, me pareció que me lo iba a pasar muy bien con él y empecé a leerlo.
Diario de un canalla está
escrito entre diciembre de 1986 y enero de 1987. En el prólogo, el primer
editor de Levrero y su amigo, Marcial
Souto, nos hace un necesario acercamiento al momento personal en que se
encontraba Levrero al escribir estas páginas: a principios de 1985 el escritor,
que está agobiado por problemas económicos, decide trasladarse de Montevideo a
Buenos Aires y acepta la dirección de un par de revistas de crucigramas. Por
primera vez en su vida, Levrero acepta un trabajo con un horario normal y un
sueldo decente. Además, en Buenos Aires conoce a escritores que han leído su
obra. Pero arrastra dos problemas: el trauma que le ha dejado su reciente
operación de vesícula y el no haber podido acabar lo que sería el germen de su
«novela luminosa». En diciembre de 1986, después de casi dos años de bienestar
económico, Levrero se da cuenta de que lleva también dos años sin poder
ocuparse de su novela, o lo que es lo mismo, «de su lado espiritual», lo que le
hace sentir como un «canalla». De modo que decide usar sus días de vacaciones
para reflexionar sobre la situación y poner en orden su vida. Una de las
primeras medidas que tomará será volver a escribir; de este impulso nace Diario de un canalla: «Cierto que me
hice un canalla como único recurso para sobrevivir, pero lo triste del caso es
que me gusta lo que estoy haciendo, y que sólo me cuestiono en ratos perdidos y
sin mayor énfasis» (pág. 19). En la página 20 podemos leer: «Hago ahora un
esfuerzo por conseguir una letra mejor, y sigo escribiendo sólo con una
finalidad caligráfica, sin importarme lo que escriba, sólo para soltar la mano».
Destaco este último párrafo porque este impulso hacia la escritura que Levrero
confiesa en su diario de 1986 es el mismo que le moverá a escribir en 1996 El
discurso vacío, y en 2003 La novela luminosa. Como apunta
Souto, en Diario de un canalla
Levrero descubre una forma de escribir que será clave para la evolución de su
obra: la escritura, en apariencia sencilla, de un diario: «Escribo para
escribirme yo; es un acto de autoconstrucción», dice Levrero en la página 25.
Si bien este Diario de un
canalla comienza como una reflexión sobre el hecho de escribir, como un
diario intimista, en el que lo que ocurre a su alrededor no parece tener mucha
importancia, hay un momento en que la anécdota narrativa irrumpe en sus páginas:
la narración empieza a articularse en torno a determinados animales; un pichón
de paloma, una rata, y finalmente una cría de gorrión que ha caído al pequeño
patio al que da su casa bonaerense. Uno de los temas fundamentales de La novela luminosa, lo que ocurría con
las palomas que Levrero ve desde su ventana de Montevideo, aparece esbozado aquí
de forma embrionaria.
Levrero observa que la cría de gorrión –a la que llamará Pajarito– no
ha sido abandonada a su suerte por el universo, puesto que otros gorriones
adultos, y que posiblemente serán sus padres, se acercan a él para alimentarlo.
El Diario de un canalla avanzará para
dar cuenta de las evoluciones de Pajarito. Éste no es un tema menor para
Levrero, que siente que la presencia viva de esta cría de gorrión, precisamente
en su patio, es una manifestación del Espíritu. Que Pajarito sobreviva a los
envites del clima o la soledad renovará (o no) la fe de Levrero en el
«Espíritu».
Sé que Levrero (igual que su amigo Elvio E. Gandolfo), además de ser un lector de novelas policiacas,
lo era también de ciencia-ficción. Esta relación suya con las palomas me ha
recordado a una entrevista a Philip K.
Dick, en la que éste hablaba de una rata que había entrado en su casa y
había caído en una trampa. El hecho de que un ser vivo que sólo buscaba comida encontrara
la muerte le sirve a Dick para reflexionar sobre su relación con el universo.
Es posible que estas anécdotas dickeanas le sirvan a Levrero de inspiración.
En cualquier caso, la «experiencia espiritual» está contada con mucho
humor y ternura; al final, el lector descubre que lo que Levrero parece
necesitar es la cercanía de una mujer.
Burdeos, 1972 está escrito en septiembre de 2003, después de
haber acabado El diario de la beca, que forma la primera parte de La
novela luminosa. Además de la fecha de escritura, Levrero anota la
hora: muchas de estas páginas están escritas entre las 2 y las 5 de la mañana,
en una época final de su vida en la que el autor tenía serios problemas para
dormir. En su prólogo, Marcial Souto nos pone al corriente del contexto en el
que se escribe este nuevo diario en 2003: Levrero está recordando algo que tuvo
lugar en 1972, cuando conoce en Montevideo a una mujer francesa y decide irse a
vivir con ella y su hija a Burdeos. Allí no puede trabajar, no comprende bien
el francés y empieza a sentirse aislado, lo que le llevará a volver a
Montevideo después de pasar unas últimas semanas en París. Después de treinta
años, Levrero pone al corriente al lector de sus problemas de memoria para
reconstruir ciertas escenas; de hecho, al tratar de explicar ciertos sucesos,
éstos parecen transmutarse continuamente y convertirse en la transcripción de
sueños. Levrero está en Burdeos pero, desde las primeras anotaciones de sus
recuerdos, parece que siempre se está yendo de la ciudad. Burdeos, 1972 es una narración nostálgica, cargada también de humor
y ternura.
Hacía tiempo (desde octubre de 2013) que no leía nada de Levrero y
ahora (acuciado por la fecha límite para escribir mi artículo sobre él para la
revista de la que hablaba antes) estoy pensando en leer y releer bastantes de
sus obras. Me ha gustado mucho este reencuentro. Levrero ha sido uno de los
autores que más me ha fascinado en los últimos años y me gusta comprobar que lo
sigue haciendo. Diario de un canalla /
Burdeos, 1972 me ha resultado una lectura muy agradable, y para alguien que
no conozca nada de la obra de Levrero, podría ser una buena manera de empezar.
Ahora estoy con Fauna / Desplazamientos y me lo estoy pasando también estupendamente.