Este 2011 arranca con subidas varias y restricciones. Sube la luz, el butano y no sé cuántas cosas más. Y nada baja. Se prohíbe desde el día 2 fumar en todos los lugares públicos. Curioso en un país donde, por ejemplo y no hace tanto, hasta los médicos, con su bata blanca e impoluta, consumían cigarrillos en las consultas hospitalarias. ‘Prohibido prohibir’ se gritaba en el Mayo francés. Ah, quién se acuerda de todo aquello. Acaso cuatro romanticones que no tengan otra cosa mejor que hacer.
Me da el pálpito que estas han sido unas navidades menos intensas que otras que recuerdo. No he visto la alegría de otras veces, ni en la calle ni en muchos más sitios. La cosa, la verdad sea dicha, no está para tirar cohetes. La pirotecnia habrá que dejarla para otros tiempos mejores.
El otro día, en vísperas navideñas, me senté en una terraza cuando caía la tarde y ya la noche amenazaba escarcha. Vi, a solo unos metros, a una mujer, quizá de la edad de mi madre, sentada sobre una silleta de playa y con todo su equipaje allí apilado. La supuse inmigrante de algún país del Este europeo. En el intervalo en el que yo consumí un café, transitó mucha gente frente a ella, la mayoría, ajena a su desdicha. Yo la observaba. No pedía a nadie. Buscaba acomodo en su incómodo asiento y, a veces, se ponía de pie para aliviarse. La supuse septuagenaria.
Al marcharnos, le di a mi hijo dinero y le dije que se lo entregara. “Dáselo en la mano, no en el platillo que tiene a sus pies”, le rogué. Cuando le dio el dinero, la anciana miró al chaval y le lanzó un beso. Luego me miró a mí, que le sonreí, y me señaló el cielo, como apelando a la divinidad que nos contemplaba. Y confieso que no pretendí descargar mi conciencia con aquella exigua limosna. Quizá, tan solo, alegrarle mínimamente su existencia, y aunque fuera apenas por un instante, a alguien que intuí en el más completo de los desamparos. Palabra de honor.