Cuando alguien pinchaba en los 70 el I love to love de Tina Charles, un escalofrío recorría nuestros cuerpos hasta hacernos anhelar que el mañana podría ser algo fabuloso. Nuestras miradas se entrecruzaban con la inocencia propia de la edad, en la que un roce o una simple caricia eran como conquistar el Tourmalet para un abnegado ciclista. A los discos de vinilo, que sonaban impresionantes en los bafles, les debemos mucho de lo que hoy somos. Y a cantantes como Tina Charles, que tanto nos motivaba entonces, los amores no correspondidos, las miradas furtivas y los lances propios de la inexperiencia.
Han pasado los años, muchos, quizá demasiados, pero nunca podremos evitar la evocación de aquellas sensaciones que la música nos transmitía y que, machaconamente, no nos importaba escuchar una y otra vez, en las desaparecidos artilugios en los que introducías un duro y te evadías del mundo con sus melodías por espacio de tres o cuatro minutos.
Una vez soñé estar en el Soho londinense bailando estas y otras canciones, en locales que había visto en películas de la época. Y una noche ocurrió el milagro, mientras me pellizcaba creyendo que estaba en mi cama sumido en una fantasía sideral. Quizá por eso, y por otras muchas cosas, coincida con Paul Valéry cuando dijo aquello de que el problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que era. Y qué razón tenía, me parece a mí.