Revista Cultura y Ocio

Diario de un vagabundo

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Durante varios días no han caído tormentas y por las tardes se acumula una calima espesa que apaga los contornos de los objetos, nos envuelve en un bochorno pegajoso e incómodo y es caldo de cultivo donde aparecen, quizá por generación espontánea, como pregonaban los antiguos alquimistas, unas nubes de insectos diminutos y atosigantes que producen unas picaduras en apariencia inocuas, marcadas por unos puntitos minúsculos que, más adelante, se extienden en pequeños círculos rojizos y, por fin, adquieren volumen, se hinchan y pican terriblemente, lo que me obliga a refugiarme en el interior de la casa, bajo la remendada mosquitera, privándome de los atardeceres. Sin embargo, por las mañanas sopla una brisa suave que me devuelve la vida y me anima a pasear junto al mar, aunque no me alejo demasiado porque la soledad de la playa, el océano interminable y el silencio de la selva acaban produciéndome una sensación tal de desamparo que doy la vuelta sin siquiera haberme acercado hasta la mitad del trayecto; pero hace poco, después de una noche cargada de sopor, en la que no pegué ojo, salí a pasear apenas amaneció, al encuentro de la brisa mañanera.
Diario de un vagabundoMe sentía maravillado con la infinita y desierta franja dorada de la orilla, salpicada de dunas, con la línea verde e impenetrable de la selva y con el mar azul inusualmente calmado. Avanzaba acompañado por el rumor de los cachones, por los graznidos de los pelícanos que se suspendían en equilibrio perfecto entre el viento y su propia inercia antes de caer en picado a la captura de la presa, por el piar más agudo y bullicioso de las bandadas de golondrinas de mar que evolucionaban por la orilla en busca de insectos, por las vertiginosas carreras de los cangrejos, que jugaban al escondite en la arena húmeda; absorto, hilvanando sin orden alguno pensamientos fútiles o cavilando, quizá, en los extraños senderos hacia los que nos encamina la vida, mi caso, por ejemplo, holgando en un remoto rincón al que llegué en busca de las agonizantes luces de una noche de tormenta, deseando no regresar al carguero donde me enrolé casualmente, un barco como otro cualquiera donde desempeñar mi oficio, el de marino, el único que tengo… Tan distraído iba que, cuando caí en la cuenta y me detuve, el lugar me pareció extraño, y enorme el tiempo trascurrido, por lo que supuse haber llegado más allá que en anteriores ocasiones. La mañana estaba avanzada y sentía calor. El agua acariciaba mis pies, jugueteando con ellos, socavando en su retirada, al arrastrarla, la arena bajo mis plantas. Me quité el pantaloncillo destrozado y la camiseta blanca con que me mantengo habitualmente y me zambullí en el mar. Nadé un rato largo con las brazadas lentas, metódicas, del nadador de fondo que soy, alejándome mar adentro, como hago siempre, y regresando hacia la orilla cuando la distancia es mucha y se ve de la costa apenas un filito amarillo y verde desde la cresta de una ola, y después, al salir, me tendí en la playa para secarme con el reconfortante calorcillo del sol y descansar, mirando un cielo azul en sutil degradado desde el cobalto intenso a la altura del horizonte hasta el celeste claro, casi blanco, cerca del zénit.
Diario de un vagabundoNo recuerdo haberme dormido, aunque tampoco permanecer despierto: existe, entre el sueño y la vigilia, una zona en penumbra donde lo real y lo imaginario se entrelazan tan íntimamente que es difícil discriminar entre uno y otro, tal los momentos, cuando nos despertamos, en que aún jugueteamos perezosamente con el sueño, retrasando unos instantes sin medida el momento de levantarnos, o esos otros en que, acaso vencidos por el cansancio, damos cabezadas que entretejen, formando un continuo, lo soñado y lo vivido. Pero si me dormí, me amodorré o simplemente cerré los ojos el tiempo suficiente para distender el vínculo que nos mantiene unidos a la realidad, el caso fue que, al abrirlos, ésta manifestaba una nueva e inesperada textura en la que lo extraordinario parecía haber sustituido a lo razonable, pues los cambios que habían tenido lugar no eran, desde ningún punto de vista, plausibles, aunque fueran susceptibles de llegar a serlo. El cielo se había nublado, pero no con alguna nube intempestiva que, movida por un viento travieso, un cambio brusco en las isobaras o una repentina inestabilidad atmosférica, hubiese venido a cubrir esa parte del cielo bajo la que yo estaba, lo cual, dentro de lo que cabe, habría sido verosímil, sino por una capa de estratos que se extendía de uno a otro horizonte sin presentar el menor jirón azul, y de los que se desprendía no una lluvia torrencial, que es aquí lo corriente, o un moderado chaparrón, como también suele, sino una suerte de precipitación, indecisa entre la llovizna y el calabobos, que desdibujaba los contornos y amagaba las distancias. Yo estaba aún empapado, aunque no sepa decir si por el baño reciente o a causa de la lluvia, y a mi alrededor el paisaje, si bien permanecía el mismo, había sufrido sutiles, extrañas variaciones, no por lo insólito de cada una, sino por lo improbable de su ocurrencia conjunta. Hacia delante y hacia detrás se extendía la misma playa desierta, cuyo color el cambio de luz había apagado, flanqueada a un lado por la misma selva, algo más amenazante y oscura, y al otro por el mismo mar, que había adquirido un tenebroso matiz, subrayado por los tonos verdosos y las ondas de profundos senos y crestas redondeadas.
Permanecí allí de pie, inmerso en la llovizna, meditando en, o más bien atento a, esta nueva apariencia del universo inmediato, tratando de calibrar su dimensión no tanto espacial como, digamos, fenomenológica, durante un tiempo difícilmente mensurable en unidades convencionales, minutos, horas, eones, al cabo del cual, en lugar de ceder a mi primer impulso de retroceder en busca de una realidad más familiar y protectora, decidí continuar avanzando por ese paraje que, ahora, se me antojaba desconocido. La curiosidad por el fenómeno me llevaba a indagarlo todo, desde la naturaleza circundante hasta mi propio cuerpo, que tocaba y observaba a la búsqueda de alguna novedad, un nuevo lunar, una cicatriz desconocida, una piel más arrugada o más joven, o quién sabe qué rareza, ya que una consecuencia inevitable de admitir lo inverosímil es la extensión de la calidad de irracional a todo lo real. Así, detenía con frecuencia la marcha para girar sobre mí mismo, me subía a las dunas para abarcar todos los rumbos, observaba con detenimiento un horizonte desvaído por el orvallo en busca de la silueta de algún mercante que me situara en el tiempo, o contemplaba mis huellas que el agua borraba como borra un trapo, pasado sobre una pizarra, los trazos que la tiza dibujó en ella, y seguía caminando por la playa inabarcable, tan inabarcable que me empecé a preguntar, sin poner ya coto al absurdo, si a mi espalda el mundo continuaría existiendo cuando avisté un objeto en la lejanía, al principio apenas un bulto oscuro e informe, pero que después, a medida que me acercaba resultó ser la silueta de un barco varado en la arena.Diario de un vagabundo
Un viejo barco naufragado quién sabe hace cuánto tiempo, con la proa semihundida en el agua casi hasta la línea de flotación y la popa apoyada en las dunas, un barco grande cuyas oxidadas planchas descomponía la intemperie. Descansaba reclinado sobre la banda de babor, ofreciéndome a la vista la enorme panza. Su estado era lamentable, agujereado por varios puntos, como si algún fabuloso monstruo marino le hubiera hincado los colmillos, descascarado por otros, mostrando las cuadernas desnudas, el ámbito de lo que fueron las bodegas, parte de la sala de máquinas. Qué desastre lo había hecho naufragar. Qué tempestad. Qué fenómeno. Debía tener más de cien metros de eslora, tres cuartas partes varadas en la playa y el oxidado acero de la proa, en el otro extremo, soportando el pesado batir de las olas. Cuando estuve bajo él, alcé el brazo para tocar su quilla y me sentí un pigmeo a los pies del coloso mientras la iba recorriendo hacia la popa. Todavía en algunos lugares podían distinguirse del orín los restos de la pintura roja que protegió la obra viva. Trepé a la duna donde la hélice, semienterrada, mostraba a la selva el infatigable bronce de sus aspas estáticas. Di vuelta a la popa y, desde el otro lado, pude observar lo que había sido la cubierta donde el deterioro era, en algunas partes, aún mayor, suma tal vez del causado por el naufragio y el perpetrado por el tiempo. No sé por qué aquel pensamiento me causó una repentina tristeza, un abatimiento que me hizo tumbarme sobre la húmeda duna, junto al barco, sin ganas de continuar su examen, imaginando sus pasados posibles o imposibles y recreando su final.


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