Revista Libros
Juan Manuel Silvela Sangro.Diario de una vida breve.Prólogo de José Muñoz Millanes.Epílogo de Julián Marías.Pre-Textos. Valencia, 2015.
¿Para qué estábamos todos ahí? ¿Para qué estábamos todos alrededor de algo? ¿Alrededor de una casa, de un coche, de un símbolo? ¿Para qué estábamos todos absurdamente distribuidos en esta fría mañana de otoño? ¿Para qué estaban los ministros, los académicos, los catedráticos, los estudiantes y los simples transeúntes? ¿Para qué tantas flores, tan inmensas coronas de dalias, tantos crisantemos, tanta rosa cubriendo aquel coche negro? ¿Qué hacía allí García Gómez mirando seriamente detrás de sus gafas, Ruiz Giménez moviéndose incesantemente de un lado para otro? ¿Garrigues, que imponía respeto por sí mismo, José María Entrecanales, que se acababa de fugar de la Escuela de Caminos, Peque Bustelo y Víctor Pradera? ¿Por qué tanta gente desconocida? ¿Para qué se aglutinaban tan heterogéneos individuos? ¿Para qué estábamos de pie en plena calle, juntos mi hermano y yo en esta mañana azul y soleada, pero terriblemente fría? Para que Ortega no tuviera frío.
Esa es una de las anotaciones más intensas del Diario de una vida breve, de Juan Manuel Silvela Sangro, que murió en París en 1965, meses antes de cumplir los 33 años. Dos años después, por iniciativa de su madre, se publicó este diario que recupera Pre-Textos con un prólogo de José Muñoz Millanes.
En aquella edición de 1967, de la que esta no es exactamente una reedición, sino una selección, el prólogo -que aquí aparece como epílogo- lo firmaba Julián Marías, amigo de la familia, que aclaraba que este diario “es sumamente juvenil, durante varios años adolescente. Todo él está penetrado de una fragilidad, procedente, probablemente, de su conciencia de salud insegura, de amenaza permanente, que al coexistir con una ‘normalidad’ habitual tiene una repercusión biográfica y no biológica. Quiero decir: no es el diario de un enfermo, sino de alguien que vive con una impresión reforzada de incertidumbre. Una vida considerablemente cómoda, holgada, refinada, en última instancia feliz, pero suspendida, más allá de lo habitual, en el vacío sobre el que se cierne siempre toda existencia humana.”
A aquella primera caracterización añade esta otra en su prólogo Muñoz Millanes: “este es un diario donde la introspección y las conclusiones son secundarias, donde lo que más importa es la atención sorprendida, la curiosidad insaciable, el descubrimiento gozoso de los distintos aspectos de la vida entre la adolescencia y la primera juventud.”
De esa curiosidad y de la situación privilegiada de aquel joven con inquietudes intelectuales, un señorito de la alta burguesía ilustrada madrileña de la posguerra, procede el valor testimonial que destacaba Marías en su prólogo: “el diario en tono menor de Manolo Silvela, velado de grises, hecho de bondad y buena educación, muestra con mucha más fuerza que tantas novelas lo que ha sido Madrid –al menos, un fragmento de Madrid- desde 1949; y en él, yendo y viniendo, ensayando la vida, soñándola, esperándola, deseándola, temiéndola, desconfiando de ella, tratando de entenderla, gozándola siempre, un personaje atractivo, sincero, lleno de matices, generoso y por ello a última hora feliz.”
Los conciertos de música clásica, la pintura abstracta del grupo de Cuenca, la poesía de Vivanco o las greguerías de Ramón, la crónica del entierro de Ortega, una presencia constante y cercana en la vida de Silvela y en estas páginas en las que se resumen las actuaciones del filósofo en el cine Barceló, la relación con Julián Marías, que encauzó muchas de sus inquietudes intelectuales, la capacidad para evocar ambientes y escenarios no sólo refinados, también populares -tabernas y mercados, descampados y calles- son, en coexistencia con muchas anotaciones triviales -Comimos en casa de mamá sin mamá. Me fui al fútbol-, lo más destacado de este diario.
Un diario de formación y aprendizaje que refleja, en sus propias palabras, cómo va creciendo en criterio y pensar serio, el proceso de maduración intelectual y la educación sentimental de quien va tomando conciencia de la vida y de sí mismo entre la melancolía, la exaltación y la esperanza desde enero de 1949 hasta finales de 1958, cuando distintas frustraciones e insatisfacciones le empujaron a romper con el pasado y a interrumpir este diario para siempre.
Santos Domínguez