Nadie sabe por qué le desheredaron, pero el caso es que František, criado entre algodones y en familia poderosa en cuanto a la tenencia de tierras para el cultivo de cereal, por un lado, y en cuanto al talento musical, por otro, se quedó con una mano delante y otra detrás. Quizás la razón haya que buscarla en que a mi bigotudo tatarabuelo siempre se le dio bien dar sorpresas, y no siempre agradables: la primera de ellas, antes incluso de nacer, vino en forma de disgusto familiar cuando su madre, Františka, hubo de casarse aprisa y corriendo. František, tocayo de su padre, fue el resultado de un revolcón de inesperadas consecuencias y a él le seguirian ocho hermanos más, entre los que se encontrarían, incluso, dos gemelos nombrados con poca imaginación (Leopold y Leopoldina). Todo esto ocurrió en Lelekovice, a finales del siglo XIX. Y ayer, más de un siglo después de que el padre le echara con cajas destempladas de casa, servidora, tataranieta del muchacho guapete que tomó, aquel mismo día, un tren a Viena con escala en Brno, se volvió a presentar en Lelekovice.
Hoy en día, Lelekovice dista mucho de ser aquel lugar recóndito de entonces. El acceso, desde la ciudad de Brno, es fácil, con apenas un transbordo en Brno Královo Polé, la estación donde finaliza la línea del tramvaj 6. Un autobús urbano, 27 coronas mediante, lleva directamente al pueblo que vio nacer mi tatarabuelo. Aquel lugar del que tan pocas veces hablaba. Aquel trozo de tierra al que solo volvió en los años 20, para despedirse de alguno de sus padres. Aquel que nunca pisó su propia mujer, demasiado aldeana para los Beran, músicos de pura cepa y burguesones de pura sangre.
Llegar a Lelekovice es entender de súbito las palabras de mis tatarabuelos cuando aseguraban que su tierra natal, la krásná Morava (bella Moravia), era muy similar a la que les adoptó, Asturies. Una densa vegetación rodea, altanera, el pueblo. Con unos 1500 habitantes, Lelekovice se ha merecido en el último siglo un par de canciones en su honor, el nombre de un -!- asteroide y escasos méritos más, si no se cuenta como tal la extrema emoción de una española pisando su tierra… a estas alturas de la película.
Puede que a František le desheredaran de lo material, pero jamás pudieron hacerlo de lo sentimental. Aun hoy, con pocos o casi ningún edificio de la época conservado, pude sentir a mi tatarabuelo, cuando aún ni se imaginaba que iba a acabar muriendo en una tierra lejana y desconocida, recorrer los caminos de Lelekovice, llorar a sus muertos en el cementerio del pueblo o jugar, inconsciente, con las piedras de lo que aún no se identificaba con el castillo medieval cuyas ruinas se erigen hoy frente a la iglesia. En las fotos de las tumbas, anchas mandíbulas y narices chatas me recordaban los rasgos del güelín, tan exóticos en España que no fueron pocas las operarias de la fábrica de Laviada las que -comentan las malas lenguas- cayeron rendidas en sus brazos.
Imperialista hasta la médula, orgulloso soldado austrohúngaro, extrovertido hasta el punto de que la primera frase que le dirigió a su futura mujer no fue sino una petición de matrimonio en toda regla, bigotón y pendenciero, infiel por naturaleza y, por cultura, mujeriego; políglota y cuidadoso esmaltador, borrachín de buen corazón, silencioso en su casa y parrandero en la taberna. Así era mi tatarabuelo, o eso dicen; así era ese František Beran que hace más de cien años dijo adiós para siempre a una tierra que ahí sigue, dispuesta a acoger a todos quienes quieran regresar. La tierra, al contrario que las personas, ni guarda rencor ni odio a sus hijos pródigos.
Dicen que el himno nacional checo, Kde domov můj? -¿Dónde está mi hogar?-, es de los pocos que no surgió de una melodía bélica, y el único del mundo en que la letra se pregunta dónde está la patria de uno. Resulta un tanto irónico, cuanto menos para un himno, no hacer referencia a la unidad de la patria, ni a sus grandezas militares, ni a la maldad del invasor -que de eso, por estas tierras, saben un rato largo-. Pero, si por un momento pudiérais haberos metido en mi cabeza ayer, mientras paseaba por Lelekovice, entenderíais que no hace falta. Que la respuesta, pasen los años y las generaciones que pasen, no puede ser otra: a to je ta krásná země, země česká, domov můj… -y ésta es la hermosa tierra, la tierra checa, mi hogar…-
Nuestro hogar.