VIAJE A PORTUGAL: relato novelado e ilustrado.
Ciencia-Ficción en Andalucía
Era la primera vez que iba al extranjero (no incluyo mis visitas a Gibraltar porque para mí no cuenta como “extranjero”) y fue para visitar a nuestros vecinos. No me fui muy lejos, no. No salí de la península. Pero lo bueno es que no me invadió sensación de estar en un sitio extraño, desconocido (aunque sí peligroso), sino que todo era familiar (porque se parece a lo nuestro) y el idioma, por escrito, se entiende (hablado, no).
Salimos el lunes muy temprano. Ya estaba cansada porque estuvimos hasta las dos de la mañana preparando las cosas. El viaje fue muy largo. No me explico cómo Migue puede conducir tanto tiempo. Llevaba un GPS que hizo que nos perdiéramos antes de llegar a Sevilla, por lo que en realidad tardamos más tiempo.
Ver pasar los paisajes no resultaba todo lo atractivo que me había parecido en un principio. Eran iguales a los nuestros por lo que muy pronto perdí el interés. Tan solo llamó mi atención una especie de torre de la que salía una potente luz, o sería más correcto decir que reflejaba la luz. Aún estábamos en España. Me pareció sorprendente, creaba una ilusión de ciencia-ficción, una percepción del cielo distorsionada, como si ella fuera el origen de la torsión del espacio. Mi imaginación se disparó y pensé que deformaba todo a su alrededor creando una puerta dimensional desconocida… Bueno, bueno… no hay para tanto. Pregunté repetidamente qué era aquello y nadie me contestaba. Después vimos otra. Era menos potente y estaba en el centro de un campo de girasoles. Las plantas crecían ajenas al prodigio humano (o sobrehumano) y otra vez volví a mi retahíla de preguntas, como una niña pequeña que insiste en preguntar por qué esto, por qué aquello. Esta vez recibí respuestas vagas. Creo que nadie sabía lo que era, pero la imaginación de mis amigos no se desbocaba como la mía, así que quedamos en que era una suerte de torre solar, algo así como los molinos de viento que crecen por doquier en las costas de Tarifa. Desilusión en la fronteraLa desilusión me invadió al cruzar la frontera con Portugal. Un río es la frontera natural y un puente es la humana. Ninguna aduana, ningún policía que me pidiera el DNI. Yo quería ver una frontera (como he pasado muchos años por la frontera entre La Línea y Gibraltar quería algo así, pero más impresionante, aunque ya se pueda pasar libremente, pero alguien allí o algo ¿no? ¿Dónde está la frontera de antes?). Lo único que vi fue el cartel de Portugal (no demasiado grande) y que ya los carteles cambiaban de idioma, todo lo demás igual. El mayor problema que nos encontramos, señal inequívoca de que habías cambiado de país, fue el mensaje a los móviles informándonos de los precios en “zona 1” y la pérdida de nuestras correspondientes compañías. AlbufeiraLlegamos a Albufeira sobre las 15.00 horas local, porque yo no lo sabía, pero tienen una hora menos que aquí. ¿Eso cómo se sabe si no viajas con alguien que te lo diga? ¿Habrá que esperar a ver la hora en la estación de un tren, en el reloj del ayuntamiento? A esa hora ya estaba todo cerrado, los restaurantes habían cerrado su cocina, porque parece ser que siguen el horario inglés (estamos solos en el mundo con nuestros horarios). Encontramos de casualidad un Lidl y compramos cosas para comer. El pan, el agua y los zumos muy baratos, el resto como en España, excepto la fruta que estaba a precios prohibitivos. El hotel de Albufeira estaba muy bien. Era de tres estrellas, pero las calidades me parecieron de cuatro. Antes de mi viaje, mi amiga Elisa me había advertido de que no hiciera caso a las estrellas de los hoteles extranjeros porque no tienen nada que ver con las nuestras. Susana me había dicho que estuvo en un hotel de cuatro estrellas donde la calidad y la limpieza brillaban por su ausencia y que había comido muy mal en Portugal, que no se quería imaginar cómo sería un hotel de tres estrellas. Pues nosotros dimos con un buen hotel, el hotel Topazio. El recibidor era coqueto y elegante, las habitaciones estaban muy bien, muy cómodas y tenía un jardín trasero con piscina, tumbonas y bar.Lo primero que hicimos fue ponernos nuestros biquinis e irnos a la playa. No había mucha gente, las toallas estaban salpicadas aquí y allá en la arena clara. El mar azul sacudía sus olas y la espuma del Atlántico acariciaba la costa del Algarve. A lo lejos unas grandes piedras plantadas en la orilla ofrecían una bonita postal. La playa terminaba convirtiéndose en un acantilado donde el mar había horadado la piedra y marcado diferentes estratos que a mi hermana y a mí nos entusiasmaron. Siempre me ha llamado la atención los lugares donde los diferentes niveles del mar, los diferentes escalones de la historia natural, quedan marcados profundamente.Nos hicimos una sesión de fotos, recogimos conchas y nos tumbamos en la arena contemplando el paisaje. El agua no estaba tan fría como esperaba de un señor océano, pero no me animé a zambullirme en ellas, tan solo dejé que me llegara hasta la cintura y me volví a la toalla.Por la noche salimos a cenar a un restaurante portugués. Es curioso, pero nunca me había parado a pensar que pudiera haber diferencia física entre los españoles y los portugueses. Quizá entre una sueca alta, rubia, de tez pálida y ojos intensamente azules y una española morena, bajita, con ojos rasgados y misteriosamente oscuros sí que se notan las diferencias, pero entre los habitantes de la península, que podríamos seguir siendo un mismo país si el curso de la historia no nos hubiera hecho tomar rumbos diferentes, no esperaba yo diferencias. Para mis ojos no las había, pero pronto comprobé que para los de los camareros, relaciones públicas y dependientes de las tiendas sí que hay una clara diferencia, como si lleváramos un cartel en la frente que pusiera “español”. Cuando entramos en el restaurante el camarero nos dio directamente la carta en castellano. Precios altos, platos abundantes y buen ambiente. Me pedí cerdo con salsa de champiñones. Cuando vinieron a servirnos nos hablaron en portugués. Aunque yo me di cuenta enseguida de que ese era mi plato, Migue no debió reconocerlo porque, con toda su buena voluntad, le repetía al camarero que aquello no era para nosotros. Me pareció que para tratar con el público en general y con extranjeros en particular, el camarero perdía la paciencia muy rápidamente. Su enfado aumentaba por momentos mientras hablaba y hablaba deprisa, sin intención de hacerse entender. Entre las muchas palabras que dijo entendí “porc”… o al menos así me sonó al principio, la repitió varias veces “porco” seguida de la palabra “hongos” y comprendí que no me había pedido un filete de cerdo con champiñones, sino un filete de puerco con hongos, lo cual suena tremendamente desagradable. Pero sí, en definitiva era mi plato y debía atenerme a las consecuencias. En serio, estaba muy bueno, tan bueno que me lo comí casi entero y al rato comenzó a dolerme el estómago.Estuvimos paseando por la zona de marcha a las afueras del pueblo. Aquello se asemeja más a una feria perpetua que a una sucesión de bares, pubs y discotecas. Las puertas y las ventanas estaban abiertas, cada local tenía su propia música al máximo volumen posible y todos competían por ser los más escandalosos. Los sonidos se mezclaban en la calle y la gente reía divertida mientras se tomaba una copa. Los letreros luminosos guiñaban en la parte superior de los pequeños edificios y aumentaban conforme nos adentrábamos en la feria hasta que todos llegamos a pensar que nos encontrábamos en Las Vegas, y raro nos resultó no tropezarnos con algún casino.