Editorial Pamiela. 109 páginas. 1ª edición de 2017.
Prólogo de Miguel Ángel Hernández.
En abril de 2016 leí La
tabla, la última novela de Eduardo
Laporte (Pamplona, 1979). Unos meses después, Laporte leyó mi libro de
relatos Koundara y escribió una elogiosa reseña de él, que se publicó
en el diario El correo. Conozco a Laporte en persona, hemos coincidido en
más de una presentación literaria y sigo su actividad en las redes sociales.
Cuando publicó este último libro, Diarios (2015-2016), pensé pedírselo
para poder leerlo y reseñarlo, pero él se adelantó (ya tenía mi dirección del
envío de La tabla) y una tarde de mis
vacaciones de Navidad me lo encontré en el buzón de casa. Me apeteció leerlo
antes de que acabaran mis vacaciones de profesor. Entre el 6 y el 7 de enero lo
terminé.
No estoy del todo seguro, pero diría
que hasta el día de hoy Laporte no ha incursionado en la ficción. Los dos
libros que conozco de él y que podrían ser llamados «novelas» en realidad son ejercicios
del yo autobiográfico: Luz de noviembre, por la tarde, un
libro de duelo sobre la muerte de sus padres, y La tabla, en el que él
mismo investiga sobre un compañero de colegio que permaneció casi treinta horas
perdido en el mar sobre una tabla de windsurf. Ahora publica estos Diarios de los años 2015 y 2016, aunque
no tienen fechas que encabecen los párrafos y por tanto, la evolución del
tiempo no queda del todo clara para el lector. En realidad, más que de diarios
podríamos hablar aquí de un libro de anotaciones, que van desde el apunte
biográfico y la reflexión hasta el aforismo. Desde luego, en estas páginas no
existe la intención de dejar constancia de todos los acontecimientos que le
ocurren al autor en su día a día.
En la primera entrada de su libro,
Laporte habla del escritor de diarios Iñaki
Uriarte. No he leído nada de Uriarte, pero sí alguna reseña positiva sobre
su obra. Laporte reflexiona, al comienzo de sus páginas, sobre la dificultad de
encontrar una voz para sus diarios, y acaba considerando que, tal vez, lo más
sensato sea ir de la mano de algún autor que admira, como en este caso Uriarte.
Así que presupongo (aunque no puedo saberlo con total seguridad) que este
diario de Laporte guarda más de una similitud formal con el de Uriarte. En las
páginas de Laporte se habla también de otros escritores de diarios, como Josep Pla («Me termina por aburrir El cuaderno gris», leemos en la página
53), José Saramago o José Luis García Martín.
Aunque con estos diarios no se
podría establecer una ruta del día a día del autor, y en muchas de las entradas
solamente se refleja un pensamiento y no una enumeración de hechos, acaban
apareciendo temas narrativos que se van retomando con mayor o menor asiduidad a
lo largo de estas páginas.
Uno de los temas más recurrentes es
el de la actividad laboral de Laporte, periodista autónomo que trata de vender
sus colaboraciones –artículos, reseñas o entrevistas– a periódicos. Como
reseñista aficionado, me han gustado estas anotaciones. En más de una se
reflejan las precariedades, vanidades y pequeñas miserias cotidianas de la vida
del periodista o el escritor. Me ha resultado curiosa (y divertida) alguna
maledicencia sobre algún autor más o menos reconocible; como esa en la que Laporte
describe el último libro de un escritor de su misma generación como un libro
«plagado de declaraciones cipotudas que ofendieron a mi ego lector con tanta
pretensión aleccionadora» (pág. 68).
También se habla de la relación del
autor con R., una joven a la que está unido sentimentalmente durante las
páginas del diario, de forma más o menos intensa según la temporada. Me resulta
curioso considerar que conozco en persona a R., y que estoy casi seguro de
saber quién es en realidad. Creo que eso provoca que la lectura del libro cobre
para mí un significado personal que no ha de tener para otro tipo de lector.
Igual me ocurre cuando Laporte habla de su amigo DCW, al que conozco en
persona.
Incluso me ocurre algo más
desconcertante todavía, cuando en la página 84 Laporte habla de un escritor algo
mayor que él, entrado ya en la cuarentena, al que le da pudor presentarse a los
demás como escritor. En este caso me
he preguntado: ¿seré yo? Podría ser, porque en las fechas (finales de 2016) que
se corresponden con esa parte del diario mantuve alguna conversación, a través
de Facebook, con Laporte, en la que salió un tema parecido (nota: en realidad
no soy yo, Laporte me lo ha confirmado).
Algunos de los temas que se reflejan
en este libro sobre la vida del autor ya los conocía a través de sus publicaciones
en las redes sociales. Por ejemplo, me interesan las entradas que se
corresponden con unos meses en los que el autor decidió irse a vivir a
Lanzarote.
En más de un caso, el lenguaje de
Laporte se ajusta mucho a una nueva terminología surgida del uso de la red:
blogs, selfies, Facebooks, megustas, retuits… El uso del lenguaje suele ser
culto, aunque le gusta trufarlo con más de un término coloquial. Esto no es
algo que me disguste, pero sí considero que se trata de deslices literarios
cuando se usa alguna expresión hecha: «Se pasaron siete pueblos en su
aplicación» (pág. 26), «meter cuña» o «sueltan su chapa», en la página 52.
Es curioso también ver cómo se
filtran palabras que se ponen de moda de repente en las redes sociales, como
«cipotudo» o «patulea», por ejemplo, la primera de un artículo de Íñigo F. Lomana y la segunda de otro
artículo de Juan Manuel de Prada.
Quizás se aprecia también un abuso de la palabra «procrastinar», que se acaba
convirtiendo en una de las temidas trampas de la vida que se refleja en el
diario.
En cualquier caso, nos encontramos
también con alguna metáfora brillante. Me gusta, por ejemplo, esta de la página
62: «Cae la pena sobre uno como un enorme piano viscoso».
Ya he comentado que en estas páginas
se habla de la vida de Laporte como articulista autónomo y de su relación con R.
o con Lanzarote y Madrid. Me resulta curioso que muchas de las reflexiones que
se vierten aquí sobre la vida proceden de rincones pequeños, casi minúsculos,
lo que hace que estos pensamientos, precisamente por huir de la
grandilocuencia, brillen más. En la página 28 leemos, por ejemplo: «Mañana voy
a un concurso de la tele. Puedo ganar 370.000 euros. La entrada de mañana va a
ser la más importante de este diario de días difusos». Sin embargo, al día
siguiente sólo nos encontramos con una reflexión sobre la forma de conducir del
chófer que le lleva hasta la televisión. Esta premeditada búsqueda de un tono
menor me ha recordado a las entradas del Diario de la beca de Mario Levrero. Y es precisamente aquí,
en este análisis del detalle mínimo, donde se encuentran los mejores logros de
estos diarios, su tono preciso y su agudeza, que hacen que el lector siempre
quiera seguir leyendo.
De vez en cuando también se filtra
la actualidad, con alguna referencia a los atentados de París, por ejemplo, o a
la crisis española.
Las últimas páginas, con Laporte de
nuevo en Madrid tras dejar Lanzarote, son especialmente melancólicas, y uno
abandona la voz narrativa que le ha acompañado durante unas horas con pena, con
la sensación cómplice de haber podido hurgar en la intimidad de otra persona.
Cuando comenté La tabla, novela en la que Laporte investigaba sobre la aventura en
el mar de un antiguo compañero de su colegio (Xavi Pérez), acabé concluyendo
que me interesaban más las páginas en las que el autor hablaba sobre sí mismo
que aquellas en las que hablaba de Xavi. Bien, pues estos Diarios (2015-2016) me han dado aquello que pedía entonces: más
páginas para la interesante voz narrativa de Laporte. Me han gustado estos Diarios.