(Inspirado en “El principiante” y “Pittsburgh Phil y compañía”, de Bukowski)
Odio a la gente. Lo que diferencia a una persona de un animal es la ilusión que éste desconoce por completo. La gente sueña con comprar un boleto y hacerse rico para comprar un chalet, tirarse a modelos y bañarse en pelotas con ellas en la piscina del puto chalet. La gente es gilipollas. Henry era gente.
Cada mañana de sábado me preguntaba borracho haciendo equilibrios en el marco de la puerta si le llevaría a las carreras mientras me veía montar en el coche.
—Claro, Henry. Pero hoy no.
Entonces cerraba la puerta, arrancaba el coche y conducía metiéndole un buen trago al litro de cerveza mientras Henry me miraba como un perro que abandonas en una gasolinera porque a la puta que acabas de montar en el coche es alérgica.
Llegué a Hollywood Park. Iba al hipódromo porque me gustan los caballos, pero ahí sólo había gente. Gente muy rica y gente muy miserable, con su mierda de sueños puestos en un 10/1. Pedí el folleto con el historial de los caballos mientras se me acercaban dos tíos que me aseguraban que podían ayudarme a ganar con sus estadísticas.
—Eh, ¿salían en tus estadísticas que acabarías vendiendo horóscopos a dos dólares, capullo?
Me acerqué al bar. Pedí una cerveza mientras miraba el historial y las piernas de una Barbie que había sentada a mi lado. Ella me preguntó si iba a apostar:
—No, he venido aquí a escribir mi última novela de éxito.
La invité a una cerveza. Le dije que cuando ganara podría invitarla a un whisky. Ella sonrió. La sonrisa ebria de una chica es como un arcoíris en un charco de gasolina sobre el asfalto. Perdí, prometía mucho el nombre de Eyaculador Precoz. Me pasó por hacerle caso a la Barbie.
Se puede notar el frío en Hollywood Park cuando vas perdiendo, sentir que nada tiene sentido y que tú estás ahí agarrado a un boleto sin comprender cómo el Big Bang te ha llevado hasta ese lugar en concreto. Pero no importa, porque nadie quiere saber eso, sería duro y cruel. Así que pedí otra cerveza y aposté a Golden Storm, que estaba en un 5/1. Quedó segundo, que no estaba mal, pero que de nada servía si apuestas a ganador.
La tía se fue con otro que tenía más suerte. Desde luego no era más entendido que yo, sólo tenía más suerte. La gente imbécil tiene suerte; los demás sólo sufrimos embates del destino. Ya no era tanta diosa cuando me di cuenta de lo zorra que era.
Volví a casa. La derrota te hace volver con los pies en la tierra. Volví más realista que todos esos hijos de puta afortunados.
—¿Qué tal las carreras, Joker? —me preguntaba siempre Henry.
Yo cerraba la puerta del coche.
—Inescrutables.
Cada maldito sábado, Henry me preguntaba si le llevaría a las carreras. Una mañana le dije que sí. Supongo que me habría pasado con la cerveza. Henry estaba feliz. Odio a la gente feliz, es demasiado escandalosa. Hablaba rápido y mucho. Le di una lata de cerveza. Daba saltos como si la ilusión le mordiera el culo bajo el asiento del coche. Sus frases eran más largas que sus tragos.
Llegamos al hipódromo. Henry nunca había estado en uno. Le expliqué cómo iban las apuestas, lo que era un folleto informativo, qué era apostar a colocado y a ganador, la diferencia entre una carrera de una milla y de media.
—Eso es un caballo –le dije señalándole una foto.
Le dejé dos dólares. Dijo que iba apostar a Big Black Cock. Estaba 12 a 1 y su mejor posición había sido cuarto en toda la temporada.
—¡Es el mejor! ¡Se ve a la legua!
—No según el historial.
Se fue a apostar. No pensaba dejarle ni un dólar más. Yo aposté a Porsche, en un 3/1. El puto Big Black Cock había ganado la carrera y mi caballo había tirado a su jockey en la salida.
—¡Tío, estaba visto que iba a ganar!
Se fue con sus 62 dólares a apostarlo todo a su siguiente caballo. Estaba loco o demasiado borracho. La gente que es tocada por la fortuna pierde el juicio espontáneamente. Ganó 9 carreras de 10 y sólo hacía que lamentarse de vuelta a casa por esa derrota.
—¿Me llevarás el siguiente sábado, Joker?
—Claro.
A ver si se arruinaba el hijo de puta. Pero al siguiente sábado ganó otras 9 de 10 y la Barbie del otro día se le había acercado. Volvimos los tres en el coche. Yo conducía mientras ella le hacía una mamada en el asiento de atrás. La vida sólo trata bien a los imbéciles. Cuando se corrió, se lamentó de esa carrera perdida.
En casa miré las apuestas de Henry. No tenían ningún sentido, como el azar. En dos semanas iba en su propio coche, gastaba traje, bebía whisky y fumaba puros. Se había comprado un sombrero caro. Daban ganas de meterle un tiro en la cabeza. Lo vi con tres tías en la caseta de las apuestas. Sabía que eran de las caras porque no las había visto en la vida.
—¡Eh, Joker! Apuesta a Fast and Furious.
Habría que ser gilipollas para no apostar a ese caballo. Gané 30 dólares y nos echamos unos tragos después. Después me dijo que se iba a ir, que iba a comprarse un chalet con piscina.
—Henry, no sabes nadar.
—¡Claro, tío! ¡Si hubiera tenido una piscina hubiera sabido! ¡Ahora podré aprender!
Lo vi seis meses después en el Hollywood Park. Me pidió un cigarro y dos dólares. Me dijo que no había aprendido a nadar en la piscina y que las putas caras follaban igual que las baratas. Después nos reímos de esos gilipollas que pretendían ser millonarios con las apuestas. Luego escribí esto, porque yo voy al hipódromo para escribir mi próxima novela de éxito.
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