Una semana ha estado lloviendo prácticamente sin parar sobre una tierra acostumbrada al sol y las sequías, una semana de días grises y charcos que embarran el alma y estropean zapatos y planes. Los pantanos no daban abasto a acumular tanta agua y comenzaron a desembalsar contradiciendo aquellas campañas de ahorro en los grifos caseros que permitían despilfarrar en la industria y la agricultura. Era una lluvia persistente durante siete días que bañaba la ciudad con arrebatos de cólera, agitando las ramas de los árboles y formando cascadas en los desagües y los tejados. Una semana con las calles convertidas en lagunas que los coches hacían saltar y riachuelos por las aceras que sólo los más aventureros se atrevían sortear con ánimo humedecido. Días de tender la ropa en el interior de las viviendas y de mirar por las ventanas oteando un sol cobarde, oculto tras unos nubarrones que se empeñaron en cubrir los cielos y ahogar la tierra. Cuando al fin se alejaron empujadas por el viento de poniente, las nubes dejaron que el azul volviera a aparecer sobre el horizonte y que una atmósfera límpida hiciera brillar el aire. La ciudad recobraba, entonces, el ímpetu de un niño recién duchado.Revista Opinión
Una semana ha estado lloviendo prácticamente sin parar sobre una tierra acostumbrada al sol y las sequías, una semana de días grises y charcos que embarran el alma y estropean zapatos y planes. Los pantanos no daban abasto a acumular tanta agua y comenzaron a desembalsar contradiciendo aquellas campañas de ahorro en los grifos caseros que permitían despilfarrar en la industria y la agricultura. Era una lluvia persistente durante siete días que bañaba la ciudad con arrebatos de cólera, agitando las ramas de los árboles y formando cascadas en los desagües y los tejados. Una semana con las calles convertidas en lagunas que los coches hacían saltar y riachuelos por las aceras que sólo los más aventureros se atrevían sortear con ánimo humedecido. Días de tender la ropa en el interior de las viviendas y de mirar por las ventanas oteando un sol cobarde, oculto tras unos nubarrones que se empeñaron en cubrir los cielos y ahogar la tierra. Cuando al fin se alejaron empujadas por el viento de poniente, las nubes dejaron que el azul volviera a aparecer sobre el horizonte y que una atmósfera límpida hiciera brillar el aire. La ciudad recobraba, entonces, el ímpetu de un niño recién duchado.
