El Gran Pez puede estar en tu propio Mar además del Mar.
Carlos Sorín vuelve al desolado paisaje patagónico pero esta vez no se queda en la meseta sino que llega hasta el mar, de la mano del protagonista principal Marco (Alejandro Awada), un hombre de poco más de cincuenta y al borde de la jubilación, que ha decido pasar sus vacaciones con dos objetivos: pescar tiburones (algo que nunca hizo) y reconectarse con su hija de la que ha estado distanciado en los últimos años. Los datos sobre el personaje van apareciendo a medida que se encuentra con seres fortuitos, el primero un ex boxeador y su pupila, a los que conoce en la estación de servicio donde queda varado por falta de combustible.
Allí devela el móvil de su viaje y cuando es invitado a tomar alcohol aclara que acaba de salir de un tratamiento de recuperación. Precisamente, lo veremos insistir en una actitud superadora de esa adicción, cuidándose en la comida, haciendo footing por la playa, informándose sobre cómo son los equipos y los secretos para pescar una presa difícil y hasta peligrosa.
Sin embargo, las cosas no van a suceder como él las ha planificado y el reencuentro con su hija tendrá idas y vueltas, sacando a la luz un pasado que no sirve para reconstruir la relación interrumpida durante demasiado tiempo.
Alejandro Awada y la debutante Victoria Almeyda son los intérpretes intensos y expresivos para darle carnadura a ese vínculo que tiene su momento descollante en una cena que transcurre en tiempo real, donde más que el diálogo, se imponen las miradas y los gestos que crean un clima emocional capturado magistralmente por la fotografìa en planos largos y tiempos muertos resignificados.
Es memorable el momento en que la hija le pide al padre que entone una canción que recuerda de cuando era niña “Bella figlia del amore” y “Che gelida manina”, donde el tiempo se patentiza como un soplo que salta desde un recuerdo entrañable de la infancia seguido de una ausencia que cuesta restaurar desde el presente. El film es tan austero que solamente la música resulta algo grandilocuente como marco del relato. Existen muchas similitudes entre la literatura minimalista de Raymond Carver y las historias de Sorín, confeso admirador de los cuentos del narrador americano que ha encarado las relaciones familiares desde una perspectiva donde el drama no excluye una candorosa ironía plasmada en un relato conciso, breve y profundo.
Más que disfrutable resultan también los entrañables personajes secundarios que ya son marca autoral en Sorín: el entrenador de boxeo y su pupila que van a Puerto Deseado a ganarse la vida con una pelea que no será tan fácil como piensan; unos jóvenes turistas colombianos que abruman al protagonista con su experiencia del mundo; el veterano instructor que lo llena de explicaciones para que aprenda a pescar a lo grande, o la enfermera que le trae una información fundamental.
Todos tienen el mérito de ser no-actores que hacen de sí mismos incorporándose con naturalidad frente a la cámara. Ellos siempre aportan momentos divertidos, una cuota de solidaridad o alguna enseñanza que el personaje asimila en su conmovedora obstinación por superar el pasado y ganar el afecto de los pocos lazos que aún le quedan.
Como en “Historias mínimas” (2002) o “El perro” (2004), “Días de pesca” es un film de viajes literales e interiores que reconfortan el alma, a la par que se disfrutan por la excelencia de su realización.
Revista Cine
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