Revista Cultura y Ocio
El Bosco fue un visionario al modo en que lo fue William Blake. De ambos tengo la certeza de que la narrativa que ofrecen entraña un peligro, una especie de ascensión al cielo y de descenso al infierno. Se nos invita a asomarnos al abismo y no siempre sale uno indemne de ese paseo. Lo terrible de ese prendimiento espiritual es la resaca que produce. El padecimiento no es ligero, por más que sepamos cuál es nuestro sitio, el de observadores anestesiados. El mal es un asunto tan rutinario que estamos inmunes a su contagio. Creemos que todas las bestias con las que trabamos conocimiento son materia de la ficción, no extensión de la realidad, aunque a veces lo real, aunque adolezca de esa iconografía tan atroz, tenga mayor mal en sus adentros, agazapado, no expuesto, sibilinamente oculto, vestido de normalidad, obstinado en no delatarse en demasía. No es que carezcamos de monstruos, es que no lo parecen, no exhiben dientes podridos, manos retorcidas, rostros enfermos, ojos turbios, toda esa imaginería grotesca con la que el arte ha exhibido la presencia del mal entre nosotros. Tal vez el ánimo de Hyeronimus Bosch, El inmortal Bosco, no fuese el de amedrentar a las almas débiles, sino la de exponer un deseo, el de regenerar el espíritu humano, bosquejando un paraíso inverso, un edén corrupto, que escenifica el pecado y la ausencia absoluta de luz. El Bosco nos dice: "Un ejército de demonios ha ocupado la tierra, Dios está bajo su asedio, debemos regresar al origen" o quién sabe, tal vez su cometido fuese alentar el caos, sembrar el vértigo entre los falsos cristianos, los inclinados a pecar y a desoír las admoniciones de los sacerdotes. Por eso tenemos un cerdo con casulla, un puerco alucinado y culto, trasunto de la herejía, tan en boga entonces, cuándo no. Hay lujuria y hay fiebre. El Bosco fue un surrealista. Su procedimiento creador no difiere del perpetrado muchos siglos después. Al alma no se la puede cartografiar, pero nadie como él anduvo más cerca.