Realizado entre 1634 y 1635, es un óleo sobre lienzo de 211,5 x 177 cm.
Este retrato estaba destinado a ser colocado entre los retratos ecuestres de sus padres, encima de una puerta en uno de los lados menores del Salón de Reinos. Dentro de ese contexto, la obra hace referencia a la continuidad dinástica garantizada por el príncipe heredero. Esa ubicación explica algunas de las características formales e iconográficas de la pintura. El niño, que había nacido en 1629 y por entonces tendría unos seis años, se representa de una manera muy similar a la de su padre y su abuelo; es decir, montando un caballo en corveta y ostentando varias insignias militares, como la banda, la bengala y una pequeña espada, El atuendo subraya así la idea de continuidad, haciendo referencia a las futuras responsabilidades militares del príncipe. La altura a la que se presume que iba ser colocado el cuadro justifica las peculiaridades de la perspectiva, que se advierten sobre todo en el tronco del animal. Como en otros retratos de la serie, el entorno en el que se representa al príncipe traduce directamente una experiencia de su autor, y describe lugares cercanos a la corte. En este caso, Baltasar Carlos se sitúa en algún paraje del extremo septentrional de los montes del Pardo, y los accidentes geográficos del fondo son fácilmente identificables. A la izquierda aparece la sierra del Hoyo, y a la derecha, tras el cerro que protege Manzanares el Real por el sur, un fragmento de la sierra de Guadarrama, con la Maliciosa y Cabeza de Hierro como puntos más destacados. El verde tierno de la vegetación y la línea blanca que corona las cumbres sitúan la escena en los inicios de la primavera. A diferencia de otros retratos del Salón de Reinos, el estilo de éste es completamente homogéneo y revela que se trata de una obra por entero autógrafa de Velázquez, quien a través de ella demuestra tanto sus dotes como retratista como su maestría sin igual para el paisaje, en cuya descripción se mezcla un amor por el natural, un manejo de la perspectiva aérea, una economía de medios y una capacidad de síntesis extraordinarios. Su manera de percibir y plasmar el paisaje es enteramente original, y nada hay en la pintura europea de la época que pueda señalarse como fuente. El paisaje no actúa como mero fondo o acompañamiento del cuadro, pues más que en cualquier otro retrato de la serie condiciona mucho el efecto general del mismo. Velázquez lo ha construido como dos grandes campos de color, evitando un detallismo prolijo que distraiga. En la parte inferior, verdes y marrones sugieren las suaves colinas herbáceas de la cuenca alta del Manzanares, mientras que en la superior se desarrolla un amplio cielo que aporta una gran luminosidad al lienzo. En medio, las referencias tan concretas a los accidentes montañosos separan ambos ámbitos, ordenan toda la topografía y sirven para otorgar una realidad geográfica a ese escenario. La amplitud del horizonte y el notable desarrollo de un cielo intensamente azul otorgan a este cuadro un aspecto distinto al de sus compañeros. Lo mismo ocurre con la indumentaria del jinete y el adorno del caballo, donde abundan los brillos dorados; desde los cabellos del niño hasta el correaje del animal, pasando por la silla, las mangas o los flecos de la banda. Con todo ello, el joven príncipe se halla envuelto en la claridad y en la luz, y conduce de manera resuelta su pequeño caballo hacia el futuro.
Fuente del texto y la imagen: Web del Museo del Prado