Revista Cultura y Ocio

Dietario 169

Por Calvodemora

 Los tibios del mundo se mancomunan en su tibieza y no declaran jamás nada que los señale. Está convertido ese postularse en cosa privada, no exhibida ni declarada, ni de la que se vanaglorie uno cuando concurra la obligación de hacerlo o cuando la tornadiza voluntad haga su trabajo y se va afantasmado o embozado por la vida, como si toda ella fuese asunto de los demás, que no nuestro. En una conversación sobre un asunto trivial (da igual cuál sea, da igual con quién), un asunto de los que no deberían causar conflicto en quienes lo practican, surgió la discrepancia y lo que debió ser plácido y bien llevado, fácil y grato también, pudo acabar en un daño mayor, que se zanjó por decisión común, habida cuenta de la cercanía y el afecto (digamos eso, al menos) que se tenía, también por el respeto, que es una extensión de la educación. Es que todo es política, nada queda afuera de ella, se dijo. Cualquier consideración, por peregrina y mundana que sea la materia,  acaba arrimada a las de la política. Sales a la calle a comprar el pan y haces cola y lo más normal es que irrumpa la política. Algo hecho o dejado de hacer nos la trae de cuajo. Ves a un pobre pedir limosna en la puerta del supermercado y es a la política a la que ves. La argamasa de las relaciones que unos y otros vamos teniendo está hecha de ella. A veces se advierte el grumo mismo; otras, por delicadeza o por magisterio del operario, cada pieza se ensambla con la siguiente sin que se perciba ese engorroso excedente de la logística. Cuando la política no hace su habitual corrillo de entusiastas es porque no hay nada que moleste o perturbe. Luego está el que retira la política de entre sus conversaciones. Más que por tibio o por reticente a mostrarse, lo mueve la prudencia, ha aprendido a comedirse, se ha visto muchas veces comprometido y ha sentido que no ha valido la pena esa sinceridad. A J. se le fue el entusiasmo, imagino. No se dio por aludido cuando se le pidió que no llevaba a ningún sitio toda esa rendición de ideales. Tampoco los que tenga uno, diferentes a ésos en mucho, coincidentes en algo, cuentan a veces y se despeñan en las cautelas, en esa antigua orden que se nos dio (mamá era muy insistente en ella) de que no nos metiéramos en donde no debíamos, se puede resumir así. Con más hondura, mi abuela contaba, al final, todo consta, siempre hay alguien que sabe de qué pie cojeas o si no cojeas de ninguno. Y pueden volver malos tiempos, solía sentenciar, con reconocida jurisprudencia en el manejo de esos malos tiempos, quién podría recriminárselo, aunque J. dijese más de lo convenido y antepusiese a la común norma de la convivencia otra que no siempre se entiende, ni se presta a la armonía: la norma de los ideales, aunque tampoco tengo claro ahora si hablaba por sí mismo o eran otros los que elegían las palabras que pronunciaba. Suele suceder eso. Tener ideales prestados. Arrimarse a los que nos cuadran más y, llegado el caso, desarrimarse de ésos y volcarse corajudamente a los contrarios. También ésa es cosa frecuente. Yo, en todo caso, por obediencia a mi abuela, me guardo el grueso de mis convicciones, que ya se airearán cuando convenga. Tú no vayas a señalarte, decía. Sólo hay que leer entre líneas, y no soy parco en eso. Hay, en esa boscosa intemperie, andarán a la vista. Cómo ocultarlas. Ellas mismas pugnan por salir. Sin que en ocasiones se puedan refrenar. Sin que nuestra voluntad aprendida las sancione. 



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