Revista Cultura y Ocio
La piedra se obstina en su condición tosca de sustancia sin motivo. En su mirar corto, cree saber que no tiene de qué alardear. Que no se la impregnó de belleza cuando la belleza fue repartida por el novicio orbe. Accede de mala gana a ocupar la pedestre residencia de las cosas a las que no se les concede aprecio. Envidia la literatura que se dispensa a las flores o a la lluvia. De haber sido árbol o nube, no sentiría la pena honda que la come por dentro.
Una piedra es una anomalía del paisaje. También una impertinencia de la Historia, si no se atiende a su virtud fabril o a su concurso en la peripecia de la industria cuando el hombre la reverenció y tomó como extensión confiable de su cuerpo. El refranero o la canción popular no la prestigia: tirar la piedra y esconder la mano, una piedra en el camino me enseñó que mi camino era rodar y rodar, tropezar dos veces con la misma piedra, tirar piedras sobre el propio tejado, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Citas que comprometen o eluden una alabanza.
Es ella la que ha sostenido la verticalidad desafiante del género humano y hasta se construyeron iglesias invocando su recia verdad sin tiempo ni memoria. La piedra encierra la dignidad de los pueblos. Habría que contar con ella cuando deseemos contar algo noble y bueno que nos justifique o nos ensalce. Tal vez no contribuya a su reputación que se cuente con ella para escenificar el primer y más que influyente fratricidio del que se haya guardado registro. He aquí a Caín abriéndole la cabeza a Abel. No fue precisamente una apreciable tarjeta de presentación. Fuentes de autoridad probada sostienen que pudo ser algún aparejo agrícola o un palo de singular grosor. Hoy, al ver algunas, pensé en lo que contarían si hablasen. No es mía esa frase. Descree uno de elocuencias sobrenaturales, pero aguza el oído por si no es la razón la que finalmente escuche.