Contiene la realidad trazas escandalosas de ficción y vamos a ciegas entre una y otra sin saber cómo identificarlas o sin entender si dar con la clave que las deslinde hará que vivamos mejor, pero nunca hemos vivido mejor, siempre hubo esa querencia sana o enferma a que la vida fuese otra cosa, no la tasada y conocida, la dolorosa o la jubilosa, sino otra, una que se adecuara más a nuestros deseos y convengo conmigo mismo que tal vez sea en los mismos deseos en donde se entremezcle bastardamente la realidad y la ficción. Porque hay deseos que se amoldan a lo real con pasmosa eficacia (uno desea que la noche vaya bien y no se desvele o que el hijo apruebe uno de exámenes importantes o que el amigo mejore si ha caído en la desgracia de la enfermedad) y hay deseos que se alejan de lo tangible y de lo mesurable y buscan un no sé qué inasible, una especie de épica o de metafísica, vaya usté a saber. El caso es que los domingos (esto va por mi amigo Raúl Ariza) tienen una costra a la que no siempre se le procura la uña metódica y no podemos sacarle el óxido, el grumo, el barro antiguo de las cosas que nos duelen. Así que es mejor no pensar mucho y dejarnos. Está en descrédito ese verbo: dejarse. Da a entender que no tenemos interés y es justo lo contrario: dejarse (en ocasiones) es permitir que la realidad convenga su propia trama y nos resuelva las incógnitas y nos abra el camino. El deseo es otra cosa. Los domingos tienen arritmias, desfallecimientos livianos o severos. A eso de media mañana, me abro una cerveza y pienso en si está todo perdido y razono que no. Está todo por hacer. El día es de una jovialidad que anonada.