Las casas, como los cuerpos, adquieren malos vicios. Los propietarios las colman en atenciones, las miman con delicadeza, les conceden la gracia de que perdurarán más allá de ellos mismos y luego, en cuanto ellos decaen, hacen que ellas decaigan también, las desatienden, dejan de cuidarlas con ese esmero de antes y permiten que mueran poco a poco. Se aprecia, en algunas, el señorío que tuvieron, el apresto de residencia noble y fastuosa, pero incluso en esas, en las más historiadas y colmadas de lujo, penetra con idéntica voracidad el tiempo, el caos, la fiebre del olvido. Sufren a su secreta manera, se desmoronan poco a poco, imitan el ánimo de quienes las hicieron, perturban al observador desavisado, al que de pronto asiste a esa representación de la decadencia o del olvido y fantasea con la posibilidad de que el tiempo obre con alguna de sus arteras mañas y podamos ver la plenitud absoluta de lo que fueron, cuando tuvieron alma y latía, en sus adentros, un corazón poderoso. Hoy he estado casi todo el día fuera de la mía. La sentía en la lejanía y ansiaba el regreso, pero también me demoraba en retrasarlo, en no añadir prisa, ni que lo vivido afuera (muchas cosas, algunas más alegres que otras) durase menos, se menguara y adquiriese una titularidad secundaria. De todas maneras, qué feliz estoy en mi casa, cuánto me conforta, con qué regalada caricia me recibe.