“No quiero correr ni cobrar”. Era 2002 y con esas palabras dirigidas hacia su director Eusebio Unzue, la vida de José María Jiménez, el “Chava” para todos aquellos que nos gustan las pedaladas, empezaría a ir cuesta abajo y sin frenos. Una vida que de hecho se lo llevaría para siempre un 6 de diciembre de 2003 en un halo de soledad rodeado apenas por su círculo más íntimo y con los ecos de glorias pasadas resonando muy muy lejanos ya. Demasiado quizá.
Son diez años ya (y dos días. no he podido escribir esto antes) de la pérdida de una de la mayores figuras que ha dado el pelotón nacional en los últimos tiempos. ¡Cómo pude disfrutar con él! Un ciclista que apareció en el pelotón en un momento extraño. Media España veía descorazonada entonces en 1996 cómo Miguel Indurain se bajaba de la bicicleta y nos dejaba huérfanos de un campeón en las grandes vueltas. Abraham Olano no conseguía llenar ese vacío, y su meticulosa y concienzuda forma de correr dejaba a los fans ciclistas con un cierto regusto amargo, como si faltase una chispa que avivase el fuego de este deporte.
Y como si de un ciclón se tratase apareció el Chava Jiménez, un ciclista extraño, un espectacular escalador con físico de rodador y con una mentalidad peculiar tanto dentro como fuera de las carreteras. Con él llegó una mini revolución en el panorama nacional. Era imposible ser imparcial con él. Y no era para menos. Un día era un escalador indomable y otro día se dejaba ir y perdía una minutada, un día ascendía como si no hubiese mañana y otro se descolgaba a las primeras de cambio. ¿Por qué lo hacía? Es difícil hacer una radiografía de la mentalidad que acompañaba siempre al Chava en todo lo que hacía. Su particular forma de correr le enemistó con su jefe de filas Abraham Olano que en aquella apasionante Vuelta a España de 1998 se daría cuenta de que el líder no era él sino ese “dichoso” corredor que saltaba a las primeras de cambio aunque las circunstancias de la etapa no lo aconsejasen, ese “dichoso” corredor que ganó cuatro etapas todas ellas en alto, ese “dichoso” corredor que llenaba el asfalto de mensajes de ánimo, todos para él, ese “dichoso” corredor que acaparaba focos por su impresionante forma de correr cuando la carretera comenzaba a picar, o ese “dichoso” e indolente corredor que terminaba meritóriamente tercero en aquella Vuelta y sin embargo le daba igual.
Así era el Chava, el ganador era Olano pero el que te enamoraba era él. Todavía recuerdo como uno de los momentos más impresionantes que he visto en el ciclismo aquella titánica y lluviosa ascensión a un puerto que entonces apenas nadie conocía, que se encontraba en Asturias y del que decían que la pendiente superaba fácilmente el veinte por ciento. ¡Bendita pendiente! Olano y Ullrich se jugaban la Vuelta entre ellos en las rampas del Angliru pero las cámaras decidieron enfocar al Chava y a Roberto Heras cuando decidieron atacar en las primeras rampas. Nadie, ni siquiera el bejarano pudo seguir al abulense que se lanzó a por el ruso Pavel Tonkov en ese momento líder de la etapa que languidecía en solitario entre rampas del diecisiete por ciento. El Chava ya no paró hasta la cima y su imagen apareciendo en la meta primero entre una espesa niebla y ante la miraba atónita de Tonkov que no sabía de donde había aparecido aquel ciclón, se grabó en la memoria de todos. Bendita locura.
Pero aquellas locuras, aquellos momentos de gloria brazos en alto en los puertos de la Vuelta a España, donde labró su leyenda, no pudieron tapar la realidad de una vida díscola de copas aquí y allá y coqueteos con las drogas que le destrozaron anímicamente y le sumieron en una profunda depresión de la que no pudo escapar. Al final la vida se lo llevó víctima de una embolia, y con él aquellas calurosas tardes de verano enfundado en el maillot del mítico Banesto. Sin duda una pequeña parte de nuestro pelotón también murió con él.
DAVID ABELLÁN FERNÁNDEZ