Revista Cultura y Ocio
Calles abajo, las casas de lado y lado se estrechaban. Ella iba haciendo cuentas con los dedos y él iba contando los pasos de su sombra, caminando uno paralelo al otro. Al salir a la avenida, caminaron a lo largo, habían decidido ir a comer al lugar de siempre. Entretanto, para aliviar el malestar que llevaban encajado en sus vientres, cruzaron algunas palabras, un intercambio de cifras aleatorias. El sol los golpeaba desde arriba abrasándoles el lomo, y él, que no soportaba el calor, se preguntaba donde estaba el frío innato de la ciudad. Y, como si supiera la respuesta, sonrió…, justo al lado, otra sonrisa, otra cifra que resultaba de aquella operación que ya se les escapaba de las manos. Tomaron lugar en la mesa, pidieron un desayuno corriente y luego, otras cifras más para aderezar el asunto. Él la miró queriendo escupir un poco de todo aquello que llevaba dentro, pero no lo escupió, lo puso en una hoja y la plegó cuidadosamente. Sin que ella lo notara, introdujo la hoja en uno de los bolsillos y camufló el movimiento con una caricia. Nuevamente en la avenida, él la dejó en el autobús. Quizá los cristales estaban sucios, o era la distancia que crecía, igual, la imagen de uno y otro se desdibujaba. Tomó las vueltas de la mano del conductor y las dejó en el bolsillo, fue cuando advirtió lo que llevaba dentro. No tenía duda de lo que había allí, entre el pliegue… Lo apartó, sacó la mano del bolsillo y la puso en la baranda. En algún momento se desplegaría como el silencio, como un vacío que toma lugar y que le resta a todo un poco.Texto: Marian Alefes Silva