Cuando se anuncia un caso de difteria en la población de Olot (La Garrotxa, Girona) con grave evolución e ingreso en la UCI del Hospital Vall d’Hebrón de Barcelona, se disparan todas las alarmas. Hacía treinta años que no se producía un caso. Evidentemente se trata de un niño no vacunado.
Para cuando empecé a estudiar Medicina, la difteria en epidemia me era conocida por la novela de Luisa Forellad “Siempre en capilla”, ganadora del premio Nadal de 1953. Ello incluía la polémica sobre la personalidad de la autora desatada en los círculos culturales de Barcelona en los años 50. Una epidemia de difteria a finales del siglo XIX en un suburbio de Londres y la lucha por conseguir una antitoxina configuraban una situación enormemente dramática.
La vacuna de la difteria era obligatoria en España desde 1943, el año en que yo nací. Obligatoria en el sentido de muchas otras obligaciones en un período histórico no democrático. Mi padre, pediatra, me vacunó cumplidamente a partir del verano de ese año, según pude comprobar en un, largo tiempo extraviado, calendario vacunal. Como al año siguiente me vacunó de viruela. De esto tengo el testimonio de una hermosa cicatriz ovalada todavía visible en mi brazo izquierdo. Tuve esa fortuna.
Personalmente, mi sorpresa es que los médicos que han atendido al niño hayan sido capaces de precisar el diagnóstico. Y con ella mi respeto y consideración a su agudeza diagnóstica y precisión procedimental. Creo que se puede afirmar que la inmensa mayoría de los médicos que actualmente atiende niños en este país nunca vieron un caso de difteria. Mi experiencia personal viene ligada a mi edad. Los primeros casos de difteria que tuve oportunidad de ver eran de cuando la tremenda situación de precariedad social acumulaba un considerable contingente de población en barracas en la periferia de Barcelona en los años 60 del siglo pasado. Esta población, en su mayoría procedente de zonas rurales del sur de España, tenía un estado vacunal deplorable, entre otras tremendas deficiencias sanitarias.
Los casos de difteria que vi, en el servicio de Urgencias de Pediatría del Hospital Clínico de Barcelona tuvieron una evolución variable. Recuerdo distintivamente al Dr. Gregorio Peguero llevando a cabo una traqueotomía en la sala de curas del servicio, con un notable dramatismo añadido. La traqueotomía formaba parte de los recursos terapéuticos en los casos de oclusión de la vía aérea a que conduce la infección diftérica. Me llevó un tiempo comprobar que, con una mínima habilidad, una intubación endotraqueal por la boca puede solventar el problema sin echar mano del bisturí.
Las características clínicas de la difteria están ampliamente descritas en la literatura científica y académica. Pero hace falta pensar en ella, especialmente en ausencia de una situación epidémica. El diagnóstico lo confirma un cultivo faríngeo. Hay que recordar que la faringe alberga una multitud de microrganismos que deben considerarse flora saprofita, inocua. De hecho los únicos agentes bacterianos causantes de faringitis serían, además del ubicuo Estreptococo β hemolitico tipo A, el S. viridans y el Corynebacterium difteriae, las pasteurellas (pestis y turalensis), y el gonococo. El Mycoplasma y la Bordetella pertussis son también patógenos en la garganta pero no causan faringitis.
La evolución sin tratamiento lleva a un progreso de la infección incluso más allá del istmo de las fauces con la formación de membranas purulentas que ocluyen la vía aérea. Además la miocarditis tóxica acompaña a la mayoría de los casos fatales, que no son pocos. Cuando la caída de la Unión soviética y el desmembramiento de la URSS y el desorden subsiguiente, produjo un desabastecimiento de vacunas, se desencadenó una epidemia de difteria que causó 150.000 víctimas y más de 4000 muertes.
Para tratar el caso diagnosticado en Cataluña ha hecho falta recurrir a los stocks de antitoxina diftérica disponibles en la Federación Rusa, ya que en el entorno de la Unión Europea eran inexistentes.
Quizá es hora que el miedo cambie de bando. Se da por entendido que el empleo de las vacunas en general es fruto del miedo a padecer las enfermedades prevenibles. Prevención y prevenir son conceptos que incluyen actitudes, de una forma u otra, temerosas. Pero hace siglos del “más vale prevenir que curar”. Y además de valer más, es más barato. La distancia entre el coste de la vacuna, de unos pocos céntimos y los 585 euros de cada día de hospitalización, calculando por lo bajo, en una UCI pediátrica, es considerable. Quizá también sea hora de anunciar a los antivacunas que sus decisiones son muy caras y que debería ellos afrontar su coste.
Pero es que, además, hoy es el Día Mundial de los niños víctimas de agresión, 4 de junio. Y a mi mi me falta muy poco para considerar que privar a un niño de protección, de una protección eficaz como son las vacunas, es una agresión sin paliativos a sus derechos a la integridad física y a la supervivencia. No vacunar a un niño no es tratarlo bien, como a todos los demás. Es tratarlo mal: una forma de maltrato. Y eso es un delito de omisión de asistencia a un menor, perseguible de oficio.
A mi los padres antivacunas me merecen escaso respeto. Sus argumentos son erróneos y falaces, su composición social de entre las clases más privilegiadas en educación y medios económicos, sus posturas próximas al pijerío insolidario, sus principios socio-religiosos en el borde del sectarismo. Unos incoherentes que se abrochan el cinturón de seguridad de sus automóviles e instalan programas antivirus en sus ordenadores personales, pero privan a sus hijos del derecho a protegerse de males indeseables. Me va a costar muy poco al próximo padre que se manifieste antivacunas y su hijo enferme de algo evitable, llevarlo ante el juez.
X. Allué (editor)