Después de infiltrar a mis pacientes de Rendu, no puedo evitar sentir algo de inquietud sobre la evolución. ¿Habré encontrado la lesión responsable de los sangrados más severos? ¿Bastará para controlar la hemorragia? ¿Le dolerá? ¿Se infectará? No quiero pasarme e inyectar demasiado para evitar lesionar más de la cuenta, pero tampoco quiero quedarme corta y que la visita (y el viaje) no arreglen nada. A veces no es tan fácil que vuelvan en una o dos semanas para hacerles un repaso. Todo un dilema.
Muchos de mis pacientes están contentos aunque sea tan solo porque alguien se preocupa por ellos e intenta hacer algo. Por desgracia la escleroterapia no es una cura, solo es un parche, aparecerán nuevas lesiones en la zona ya esclerosada o en otras, hay mucha mucosa ahí dentro (eso cuando no son otros los órganos afectados por la enfermedad que dan la cara al mejorar las epistaxis, no sé si porque hay más sangre en el cuerpo por mejoría de la anemia y los vasos están más turgentes y se rompen con más facilidad o porque antes esas hemorragias pasaban desapercibidas y se achacaban a la nariz).
La mayoría de los pacientes saben cómo son las cosas, pero también los hay que se sorprenden cuando los sangrados reaparecen. Supongo que es culpa mía, en ocasiones voy demasiado volada, sobre la marcha les cuento cosas sobre lo que les voy a hacer para que no se asusten, pero se me olvida decirles que no sé lo que durará. También es cierto que, con los nervios del momento, no siempre se procesa toda la información, menos aún si esta va incluida en un bloque de palabrería acelerada.
Siempre es una tranquilidad, y una satisfacción, cuando el paciente te dice que está bien. No las tenía todas conmigo con uno de mis últimos enfermos y me animé a preguntarle para aliviar la incertidumbre. Al principio el hombre era reacio a venir, a fin de cuentas a nadie le apetece que le pinchen la nariz, es inevitable ponerse en lo peor y pensar que va a sangrar y no va a servir de nada. Si no están convencidos, prefiero contarles las cosas y darles tiempo a que se lo piensen, aunque la mayoría llegan preparados para el mal trago, o no se resisten demasiado. En esta ocasión el pobre enfermo sufrió un bombardeo de correos de distintos frentes para animarle a venir a verme (le escribí a instancias de su hermana y de la investigadora, las otras instigadoras, y tras un periodo de reflexión, el hombre claudicó). En su respuesta me dice que está bien, no ha sangrado y está contento, lo mejor es que parece que ha perdido el miedo. Mejor, porque aún nos queda el otro lado.
Otra paciente me llamó hace poco para volver y aprovechó para felicitarme por el éxito, nunca había estado tanto tiempo sin sangrar. Oír eso emociona, hay pocas cosas que motiven más a un médico que la satisfacción de sus pacientes; muchos van más allá y además muestran cariño, y con eso logran que el médico no solo se esmere en su trabajo sino que también crezca como persona (o lo intente). El otro día una amiga me preguntó si no estaba harta del trabajo, aburrida de la rutina del día a día, pero lo cierto es que, aunque la organización de mi semana esté preestablecida, no considero que lo que hago entre en la categoría de monótono y rutinario: mi jornada suele ser trepidante y no le faltan sorpresas. Eso sí, a veces viene bien un poco de descanso.