La plaza «Prohibido jugar al balón» se encuentra en el
barrio de Egia de Donostia. Paisaje Transversal la descubrimos durante
#EgiaMapa, el mapeo colectivo de espacios en desuso que realizamos allí por
encargo del Centro Internacional de Cultura Contemporánea Tabakalera. Aunque
popularmente se conozca como plaza Kata –en honor al único bar que hay-, este
pequeño espacio enclaustrado entre altos edificios de vivienda colectiva cuenta
con un cartel que dicta semejante restricción como único elemento
identificativo oficial. Por lo que más de una persona podrá pensar que,
efectivamente, esa es su denominación real. Quién sabe, plazas con nombres más
raros se han visto, se puede argumentar (¿conocéis el curioso caso de la Plaza de la Memoria Vinculante de la Meseta de Orcasitas en Madrid?).
Más allá de este ejemplo rayano en lo absurdo, la
prohibición de jugar a la pelota en el espacio público se ha convertido en un
fenómeno muy extendido en España. Tal es así, que incluso el actual Gobierno se
planteó en los primeros borradores de la controvertida Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana (más conocida como Ley Mordaza) penalizar la práctica del deporte en la vía pública. Una tentativa que, en gran medida,
responde a ese imaginario colectivo sobre las molestias que causan los niños y
niñas cuando se divierten en las plazas: así lo ratifican los cientos de
letreros como el de la citada plaza donostiarra que inundan nuestras ciudades.
Nos quejamos de que las niñas y niños jueguen en la calle. Y también lamentamos
amargamente que hoy en día se encierren en sus casas a jugar a los videojuegos…
Si se limita la utilización del espacio público y no se hace atractivo para los
sectores más jóvenes de la población, ¿cómo pretendemos que éstos apaguen sus
pantallas y salgan a la calle a jugar?
Ordenanzas para la ocupación de la vía pública
La regularización y limitación legal del uso de nuestras
plazas a través de ordenanzas o normativas municipales es, sin duda, una de las
principales dimensiones de la privatización de espacio público, entendida ésta desde
una acepción más amplia de la que se suele utilizar normalmente. Es decir, como
el proceso mediante el cual se establecen las condiciones que restringen el
acceso libre a un bien común.
Paradójicamente, mientras proliferan las ordenanzas de
civismo; los carteles dirigidos a que, como cantaba Serrat, el niño deje de «joder
con la pelota»; o, peor aún, leyes que restringen el acceso o utilización libre
del espacio público como la Ley Mordaza; también lo hacen las condiciones que
favorecen la ocupación lucrativa del mismo -«utilización privativa y aprovechamiento
especial» lo denominan algunos ayuntamientos-, ya sea en forma de eventos,
instalaciones publicitarias o terrazas. De esta manera, se ha ido configurando
un entorno urbano de lo más desalentador: calles y plazas repletas de sillas,
mesas y anuncios en diferentes formatos hacen del paseo, la conversación, el
encuentro, el goce lúdico o la mera contemplación de la ciudad una quimera o,
cuanto menos, una práctica de alto riesgo. No en vano, en los últimos años, la
concesión de licencias para la ocupación de la vía pública se ha convertido en
un negocio al alza para los ayuntamientos.
Aquejados por las crisis, muchos consistorios han visto como
el incremento de terrazas y soportes publicitarios podían ser una buena fuente de ingresos con la que restaurar sus maltrechas arcas. Más pendientes de pagar
las deudas que de tratar de garantizar el bienestar de sus habitantes -y aquí
el disfrute del espacio público como elemento de encuentro y relación es, según
recientes estudios, un factor clave-, muchos ayuntamientos han optado por
aumentar exponencialmente las autorizaciones que permiten al sector hostelero
ampliar su radio de acción al dominio público (no vaya a ser que nos dé por
cambiar nuestro modelo productivo basado en sangría y ladrillo, por uno que
implique mayores cotas de innovación y desarrollo tecnológico y menor
precariedad).
Como caso paradigmático de esta tendencia podríamos destacar
al Ayuntamiento de Madrid. El municipio más endeudado del Estado español, es
también el que mayor número de licencias para la ocupación del dominio público
a actividades privadas ha otorgado en el pasado lustro. Sin ir más lejos, entre
2009 y 2012 el número de terrazas aumentó en un 250%, pasando de 1.495
autorizaciones hasta las 3.740 licencias de hace tres años. Esta tendencia
alcista se vio reforzada, cuando un año más tarde (julio de 2013) el gobierno
municipal, presidido por Ana Botella, aprobó la Ordenanza de Terrazas y
Quioscos de Hostelería y Restauración, que facilitaba aún más los trámites para
acceder a un permiso. Con esta estrategia, los anteriores equipos de gobierno
trataban de poner coto al embargo que ellos mismos habían creado,
principalmente gracias a las obras faraónicas que ellos mismos impulsaron –recordemos
que el soterramiento de la M-30 promovido por el exalcalde Alberto
Ruiz-Gallardón, cuyo coste total, incluyendo intereses, asciende a más de
10.000 millones de euros, es la razón fundamental del incremento desorbitado de
la deuda pública de la capital-.
Dado que esta proliferación de las terrazas en nuestras
ciudades se ha convertido una suerte de trending topic en los últimos meses,
presentándose como la principal causa de la privatización del espacio público,
conviene advertir que no son el único factor del sistemático cercamiento al
espacio público del que somos testigos. También es conveniente comenzar a
establecer cierto contrapunto a su creciente demonización.
Si bien es cierto que la sobreexplotación del espacio
público para el beneficio de empresas establece un modelo urbano consumista y
alienante, también lo es que las terrazas constituyen un elemento de primer
orden para dotar de dinamismo y vida urbana a las ciudades. El problema deriva
no tanto de la presencia de terrazas, sino del exceso de las mismas. En este
sentido, debería establecerse un equilibrio entre el ocio consumista y
no-consumista ligado al espacio público; ya que éste no debe ser soporte
exclusivo de actividades económicas, sino un espacio de relación y
sociabilización, de debate y cohesión social, de juego y recogimiento.
Cualidades todas ellas que dan verdadero sentido al espacio público como ámbito
de nuestra vida cotidiana desde el que construir colectivamente una sociedad
más justa, equitativa y comprometida. Cualidades todas ellas que, salvo
puntuales excepciones más recientes como las de las acampadas y asambleas del 15M, han sido cercenadas de nuestras calles y plazas.
Pero alcanzar este dramático escenario no ha sido fruto
exclusivo de la sobreocupación del dominio público por las terrazas. Como
decíamos antes, la privatización del espacio público cuenta con más
dimensiones.
Publicidad
¿Cuántas veces hemos paseado por las calles de nuestra
ciudad sin sentir el acoso constante de anuncios de toda clase? Cada vez
estamos expuestos a más y más diversos estímulos publicitarios que desvirtúan
nuestra experiencia de la ciudad. Porque, además de las calles y las plazas,
otro de los bienes comunes que es reiteradamente apropiado por entidades
privadas es el paisaje urbano. Desgraciadamente, como se trata de un bien
intangible y el propio concepto es menos aprehensible, este tipo de estrategias
resultan más difícilmente denunciables. Y, sin embargo, el bombardeo es cada
vez mayor: paseando por algunas ciudades pareciera que cualquier reducto de
fachada pudiera ser objeto de ser monetizado independientemente del impacto
visual que pueda causar
No obstante, la apropiación de bienes inmateriales de
nuestras ciudades con fines comerciales va mucho más allá, alcanzando a los
símbolos y al propio lenguaje. Baste citar el flagrante cambio de nombre de la
Línea 2 de Metro y la céntrica estación de la Puerta de Sol en Madrid por el de
una marca de telefonía móvil. El acuerdo la Comunidad de Madrid -entidad
pública de la que depende Metro Madrid-, con Ignacio González al frente, y la
empresa multinacional deparó tan solo 3 millones de euros al erario público. En cambio,
nadie reparó los costes de arrebatar y vilipendiar uno de los grandes emblemas
madrileños.
Llegados a este punto, ¿dónde está el límite? Lamentablemente, la incidencia de la publicidad y las
actividades comerciales sobre el espacio público también alcanza a los aspectos
materiales del mismo. No en vano, cada vez es más habitual la explotación de
las plazas como soporte para eventos patrocinados, instalaciones o mercadillos;
despojando así a la ciudadanía de la posibilidad de utilizarlas libre y
gratuitamente. Y para más inri, en muchas ocasiones estos aprovechamientos se
hacen a cambio de tasas ridículas.
Precisamente, esta derivada del impacto de los elementos
publicitarios en las ciudades, guarda una estrecha relación con la tercera y
última dimensión de la privatización del espacio público: su diseño.
Diseño
En las décadas anteriores ha habido una eclosión de obras
dedicadas a la reforma o construcción de las denominadas plazas «duras»:
grandes explanadas de piedra - generalmente granítica- en las que encontrar un
banco donde sentarse en compañía o guarecerse bajo la sombra de un árbol
resulta toda una hazaña. Seguramente en vuestro barrio, ciudad o pueblo haya
una que cumpla estas características.
Las plazas duras constituyen el soporte idóneo para acoger
actividades comerciales y eventos publicitarios. Así, la coartada de la modernidad
o de menores costes de mantenimiento encubre efectos perversos: son espacios
públicos inhóspitos, en los que la gente no puede sentarse a descansar, charlar
amigablemente o a comerse un simple bocata. Es decir, plazas antisociales, que
dificultan la relación entre personas y que dirigidas exclusivamente al
tránsito de peatones y la realización de eventos de empresas privadas. Despojadas
de cualquier rasgo que les dé sentido como verdadero espacio público, el diseño
de estas plazas constituye la epítome de su privatización.
Aunque desde la arquitectura y el urbanismo se aluda a la
neutralidad y a las sublimes cualidades estéticas de este tipo de plazas, lo
cierto es que su diseño suele esconder una clara vocación política: a través de
él se determina, a veces de manera intencionada, otras por mera especulación
formal, el tipo de relación y acceso que las personas vamos a tener a él. De
esta manera, que un proyecto incluya o no la perspectiva de las personas que tradicionalmente
han sido expulsadas de la esfera pública (mujeres, niños y niñas, personas
mayores y con diversidad funcional, etc.) determina su grado de exclusión. Y,
por tanto, su nivel de privatización en tanto que se priva de acceso, uso o
disfrute a estas personas. También lo hace el hecho de incluir parámetros que
fomenten la atracción o repulsión de personas. Dependiendo del enfoque del
diseño, una plaza puede fomentar la cohesión y diversidad social y, como diría
el filósofo alemán Jürgen Habermas, constituir ese ámbito de nuestra vida cotidiana
desde el que construir la opinión pública (frente a la publicada, añadimos). O
por lo contrario pueden ser simple eriales por los que uno pueda transitar
(rápido, muy rápido) sin tener contacto humano alguno.
Desde la antigua Grecia el espacio público ha sido el
principal lugar de encuentro y socialización en las ciudades y pueblos, soporte
de multiplicidad de actividades así como de debate político y empoderamiento
colectivo. Un bien común desde el que poder fomentar la igualdad, el respeto y
la solidaridad como base a una sociedad más justa y democrática.Sin embargo, las diferentes dimensiones
descritas ponen en jaque el sentido su propia esencia, haciendo peligrar los
propios pilares de la democracia. Por lo tanto, su salvaguarda ante intereses
mercantilistas debería constituir una prioridad para los poderes públicos y
para la propia ciudadanía (a través de su reivindicación e implicación). De lo
contrario, estaremos construyendo unas ciudades, unos estados, un mundo más
desiguales y menos libres.
* Este artículo previamente apareció originalmente publicado en el número impreso septiembre 2015 de la revista Tinta Libre con el título «Prohibido jugar a la pelota en la plaza»
Créditos de las imágenes:
Imagen 01: Niños jugando a la pelota en la plaza (fuente: Ayuntamiento de Ermua)
Imagen 02: Terraza de hostelería invadiendo el espacio público en Valencia (fuente: El País)
Imagen 03: Vodafone Sol (fuente: El Huffington Post)
Imagen 04: Plaza de Callao (fuente: Urbanity)
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