Dios es bloguero. Sí, definitivamente lo es.A él le gusta ponerme en bandeja de plata, ahí en mi nariz, curiosas situaciones y bochornosos espectáculos para que yo se las cuente con mis palabras: perversión mitológica, supongo. No veo otra explicación:
Desde un poquito antes de la independencia de Venezuela que no me montaba en el Metro un día domingo. Ya alguien me había dicho hace tiempo que hasta ese día el abarrotamiento era inaguantable. No obstante iba dispuesto a todo pero con la mayor calma posible. Me detuve frente al Obelisco para admirar la montaña. Su nubosidad ocultaba el eterno verdor que envuelve a la ciudad, pero hallé en el neblinoso ambiente algo de cordialidad. Tomo una foto y me sorprende ver que la fuente funciona. Me restriego los ojos y sí, funciona! A unos diez metros cerca de mí, se detiene un muchacho de unos quince años, reclina sus brazos en la baranda y comienza a arrancar de su garganta, como pasando por ella un rastrillo oxidado, esputos que salen de su boca transformados en fuertes escupitajos lanzados al aire en asquerosa exhibición olímpica: van en tirabuzones hasta llegar a la fuente.
Le lanzo una mirada aterradora, no le digo nada. No hizo falta. El muchacho bajó la mirada y dijo algo a regañadientes. No sé qué dijo pero nada bonito, me imagino. Entro al subterráneo y dos niños corren por un piso recién coleteado. La humedad era evidente y la madre le gritó a ambos “niños cuidado”, mientras uno resbalaba y se daba un fuerte golpe. El letrero amarrillo que en su inglés imperialista rezaba “Slippery when wet” (sarcasmo incluido, gracias) no ayudó a contener la caída.
Sigo bajando. Un hombre con armónica buscaba ganarse unas monedas con una paupérrima interpretación. Realmente malo con el pequeño instrumento. Debería escuchar algo de John Mayall para coger dato. Llega el tren vestido con su indumentaria revolucionaria. Se abren las puertas y para mi beneplácito, no estaba lleno, al contrario, había disponibilidad de asientos pero decidí ir de pie. Dos estaciones no eran nada.
Huele a comida, sí, a empaná de carne mechá. Me equivoqué: era arepa de carne mechada. Se veía deliciosa. Y más con el gusto con la que se la comía el niño de unos diez años. Él era el mayor de los cinco hermanos. Todos unas paraparas, negritos y todos sin medias (cero racismo, me resulta peor cuando dicen “gente de color”). La madre, mofletúa ella, se empinaba una botella de “gueitorei”. El olor a fritanga comienza a colarse por los ductos del aire acondicionado y todos ven con desprecio a la humilde familia. Un señor le insinúa algo a la mujer y ésta responde “mi amor… pues que coma porque hay hambre”. Insisto: se veía más buena esa arepa…
La gente acelera sus quejas mientras el olorcito en realidad ya se torna desagradable. En aquel encierro no era para menos. El niño termina y en una onda premundialista, hace una pequeña pelota con el papel aluminio que envolvía su alimento. Comienza a jugar en pleno vagón. Saltan a la cancha Samuel Eto’o, Drogba, Henry y compañía. La madre trata de controlar a sus crías, nada. No le obedecen…”Ah, sí? No me hacen caso…?” La astuta mujer transformada de pronto en la entrenadora del mortal quinteto, saca su largo paraguas multicolor y le da un buen porrazo al mayor (al que se comió la arepa). Éste se va directo a la banca muy molesto, ahora es que quedaba partido. Los otros cuatro continúan y ¡paff! Paraguazo al que le sigue en edad. De pronto, después de un magistral regate, la más pequeña, una niña de unos cinco años, le da en la batata a un militar de la marina que iba de pie dándole la espalda al juego. El oficial se gira y decentemente le dice a la madre, “por favor señora, controle a sus hijos…”, mientras intenta limpiarse el negro tizne que le dejaron en el impecable uniforme, la mujer responde…”pues mi amor, ellos tienen derecho a jugar…”
Cierto, tienen derecho, ¿pero ahí? ¿sin el mínimo respecto a los demás? ¿comiendo y tomando lo que se le antoje en un lugar que por acciones como estas, pierde poco a poco lo que nos queda de civilización?... “Pues ese es tu asunto si te arrechas Popeye”…concluyó la infame y desagradable mujer. Cierro los ojos y respiro profundo para no meterme en problema ajeno, aunque, me digo después, si el Metro es de todos es problema de todos.
Dejo de filosofar. Me bajo en la próxima estación. Bingo, los cinco niños junto a la madre también se bajan.Me quedo detrás, me freno, dejo que el tumulto avance. Una vez que están por montarse en las escaleras mecánicas, la tipa (ya no es mujer o madre) le da un paraguazo a la niña que ensució al militar. Varias personas le reclaman mientas ascienden en las escaleras… A lo lejos escucho varios insultos.
Dios es bloguero, sí, tiene que serlo. Tal vez sea él quien firmando como “anónimo”, me deja uno que otro comentario. Por qué tengo que presenciar estos espectáculos. Me persiguen, se pierden en Caracas y yo me los encuentro a todos. Si esto fue en dos estaciones, no me imagino si hubiera seguido de largo.Salí de la estación. Borré de momento las escenas hasta que las recordé de nuevo frente al monitor para contarlas.Iba presto al cine, al “infinito y más allá”. Llovía, a la distancia las cinco crías abrazaban a su madre bajo el paraguas.