En los años noventa se hizo muy presente en los debates políticos y sociales, sobre todo en el ámbito europeo, la palabra multiculturalismo. En estos años ya era evidente la invasión que se había producido en los países más prósperos de nuestro continente (España incluida, pero en mucha menor medida que en Francia o Alemania) de gente procedente de entornos mucho más humildes, con historias de extrema pobreza, violencia o guerra a sus espaldas, cuyo objetivo era plantar la semilla de una familia en un entorno mucho más prometedor de cara al futuro. Esta situación creaba y sigue creando situaciones conflictivas. Partidos de extrema derecha y xenófobos se alimentan del miedo que suscita el extranjero, que trae a la patria sus inmundas costumbres, su bárbara religión y terribles enfermedades del tercer mundo. La realidad es que la llegada de gente de otras culturas casi siempre constituye una riqueza añadida para cualquier país, a no ser que éstos mantengan ideas fundamentalistas, que choquen directamente con los derechos y libertades democráticos.
Si echamos un poco la vista atrás, comprobaremos que la prosperidad de Estados Unidos se ha fundamentado en una inmigración masiva de gente - a menudo muy talentosa - procedente de todos los puntos del planeta. Algo muy similar sucedió en nuestro país en las dos últimas décadas: los años dorados de la economía se sustentaban, en gran parte, en el trabajo de muchos emigrantes que han acabado asentandose en España. Que la llegada de la brutal crisis económica no haya derivado en actos de violencia contra nuestros emigrantes es uno de los grandes éxitos colectivos de los que debemos felicitarnos. Poco a poco, un país tradicionalmente tan uniforme como éste ha ido aceptando (a pesar de hechos tan luctuosos como los sucedidos en El Ejido en 2000), la presencia de gente de otras culturas, que se han integrado a su manera a nuestras costumbres y vida diaria. Por supuesto, sigue habiendo quien no acepta su presencia y les siguen echando la culpa de todos los males, pero por suerte estas voces son marginales en nuestro país.
El señor Verneuil (Christian Clavier) es un hombre conservador. Procedente de una familia de honda raigambre francesa, se trata de un burgués acomodado que solo ha conocido la forma de vida cristiana y tradicional de su país. Por eso, cuando sus hijas se empiezan a casar con inmigrantes (un judío, un magrebí, un chino, alguno con familia asentada en Francia desde generaciones), toma este hecho con tremendismo, como la peor de las tragedias, como una auténtica agresión a lo que podríamos calificar como su pureza de sangre. Aunque se cuide mucho de manifestar explícitamente en público estas opiniones políticamente incorrectas, no puede evitar algún comentario de tono racista de cuando en cuando. La película de Chauveron confía gran parte de su efectividad a este conflicto soterrado que a veces estalla en sonoras disputas. Aunque se esfuerza en reeducar su pensamiento, Verneuil no puede sustraerse a una enterna sospecha: que sus hijas jamás podrán ser felices junto a seres que piensan diferente y que no pueden compararse a un francés católico de pura cepa.
Pero no hay que obviar el hecho de que Dios mío ¿pero qué te hemos hecho? es una comedia amable, con poca acidez, por lo que jamás llevará el asunto de la intolerancia hasta sus últimas consecuencias. El conservadurismo de Verneuil no esconde más que a un señor en el fondo amable, que solo necesita un pequeño empujón para comprender que todos los seres humanos son iguales y que su ideología de toda la vida no era más que un muro que le impedía ver una verdad tan obvia.
Así pues, la película cumple con su vocación de ser apta para todo tipo de público, romper taquillas y enamorar al sector mayoritario de los espectadores. A mí me ha parecido una producción correcta, pero con mucho de insulso, abusando del humor facilón a costa de una diferencia entre culturas que nunca llega a ser choque. Quizá no llegue a ser lo que podía haber sido porque abusa del tópico y porque no hay verdadero conflicto: el señor Verneuil y su señora (tendente a la depresión, quizá porque se aburre de una vida tan perfecta) gozan de una existencia acomodada y no van a ver en ningún momento su posición en entredicho. La única disputa es la de las ideas, y esta se resuelve con demasiada facilidad, superando un par de situaciones incómodas. Como sucedía en otro taquillazo, Ocho apellidos vascos, el encuentro entre diferentes no es más que una excusa para desarrollar una serie de chistes agradables y poco más, aunque la calidad de este film esté a años luz del de Emilio Martínez-Lázaro.