Sería delito si, en el año en curso, nos olvidáramos del gran maestro de la Generación de 1914 que, por cierto, suele ser el pariente pobre de nuestras generaciones artísticas. Pasa toda ella inadvertida, sin el caso que merece. Ser eslabón entre la del 98 y la del 27 le regala cierta invisibilidad, pero en ella hay maestros que llevan mayúsculas en casi toda su obra, como Eugenio D’Ors y Ramón Gómez de la Serna. Cuando hablo del gran maestro de la Generación del 14 (o el también denominado Novecentismo), me refiero a él, a Ramón, al genio de la palabra que se inventó eso de las greguerías, unas piruetas verbales que cuentan mucho en poco espacio, y años antes de la aparición del surrealismo.
En estos días, leo con mucho disfrute su autobiografía, que denominó Automoribundia, editada por Marenostrum. Y, como es imposible ponerse a detallar esta pieza de marfil que merece un estudio de tesis, me detendré en un detalle para que, por la parte, metamos la nariz en el todo. Es una simple imagen de cómo el maestro incluye a Dios en un contexto profundamente secular, algo que refleja el sentir de un pueblo que lleva a Dios en sus adentros, y que lo pone sobre el tapete de lo cotidiano sin retruécanos ni acentos melifluos.
Dice Ramón que, de joven, se marchó a Toledo con un grupo de amigos enamorados del arte para echar un vistazo a los rincones donde anduvieron los grandes maestros de antaño, la casa donde Cervantes escribiera La ilustre fregona, los rincones donde se demoraba y se inspiraba El Greco... Presidía la expedición el padre de Ortega y Gasset, José Ortega Munilla. La noche no se prestaba a juergas, porque corría el mes de enero con uno de sus peores fríos, y se preveía una auténtica noche toledana. Cuenta el maestro que vieron una iglesia abierta, porque allí los parroquianos habían quedado para hacer vela al Santísimo toda la noche. Y allí entraron todos, y «miraron deslumbrados el altar mayor, que lucía con pródiga efusión de luces y panes de oro». Y Ramón, que siempre llevaba la pluma dispuesta a dar expresión redonda a cuanto sucedía, deja escrito: «En aquel refugiarnos en la paz y regazo de la iglesia, todos comprendimos la cordialidad del Dios desinteresado que espera y anima con prodigalidad».
Pocas veces he hallado un texto tan sincero sobre el aliento natural que deja la presencia sobrenatural del Dios cristiano en el alma que se presta a la sorpresa. Pero en seguida se levantaron y se volvieron a desperdigar por las calles, ya que iban detrás de la Historia y de sus genios.
Javier Alonso Sandoica