Revista Opinión

Dios y el absurdo

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
(Sirve de nuevo esta entrada del blog como respuesta a los comentarios que a la anterior, “Por qué vivir, para empezar, produce miedo”, hicieron David Gustavo Rodríguez y Malaquías Amunategui en mi página de Facebook, https://www.facebook.com/javiermgracia/, y a los cuales remito).    Creo que podemos fijar un punto inicial desde el que hacer discurrir todo el resto de nuestra reflexión: el miedo es nuestra reacción ante el caos, es decir, ante el cambio de las cosas, o mejor, ante la inexistencia de las cosas, cuando no muestran disponer de la imprescindible consistencia, reiteración, previsibilidad que las hace tener un ser, existir. Ese es el mundo que nos encontramos desde el momento en que nacemos, el de máxima vulnerabilidad por nuestra parte, porque ni tenemos todavía un yo que nos sirva, como usted dice, David Gustavo, de áncora, de referencia, ni nuestra circunstancia deja de ser un “caos de impresiones”, como decía Kant.   Bien, pues yo entiendo que esa vulnerabilidad, esa insignificancia de partida, ese sentirse náufrago en un mar de inconsistencias, es la palanca desde la cual nos proyectamos hacia nuestra fortaleza, hacia la conquista de un significado para nuestra vida, hacia el logro de una identidad en la que nos sintamos afirmados nosotros y en la que apoyar nuestra comprensión de las cosas, una vez que las hayamos incorporado a esos marcos de estabilidad que son los conceptos. En este contexto cabría incluir esto que decía Alfred Adler, discípulo heterodoxo de Freud: “En casi todas las personas prominentes hallamos alguna imperfección orgánica, y tenemos la impresión de que hubieron de afrontar penosas dificultades al comienzo de su vida”[1]. Ampliemos el campo que Adler tiende a reducir a los problemas orgánicos que eventualmente sufre el niño hacia todo lo que podemos incluir en ese sentimiento de vulnerabilidad e insignificancia que está en el núcleo de nuestro ser, lo que empezamos siendo, y frente al cual la vida no es sino la tarea que se nos impone y que consiste en sobreponernos a él. En este mismo sentido decía Nietzsche que “lo que no me mata me hace más fuerte”.   Yo veo en esa capacidad de reacción el modo de superar el miedo. Y entiendo, Malaquías, que ese fue el resorte desde el que usted pudo sobreponerse a él, con mayores dificultades que quienes no pasan por la experiencia de perder a los padres en una edad temprana, cuando aún se está en edad de sentir su amparo y protección. Eso puede ser la causa de problemas psíquicos si uno no se sobrepone a tales infortunios, o lo contrario, una mayor fortaleza que se derive de haberse superpuesto a ellos.   Respecto de nuestra primera conquista frente al caos de los cambios, de la que usted, David Gustavo, responsabiliza a la aparición del lenguaje oral, estoy de acuerdo en la medida en que eso coincide con la aparición de los conceptos o ideaciones, dentro de los cuales insertamos las experiencias reiteradas que nos permiten dar consistencia a cada cosa. Eso se vivió primero en la fase del pensamiento mágico a través del mito del eterno retorno: las cosas, según este mito, pueden volver a ser “como eran en un principio”, y el ritual las devuelve a su pureza original después de que el tiempo (el responsable de todos los cambios) quede anulado (el tiempo profano es devuelto así al tiempo sagrado). Algo que seguimos recreando en nuestra sociedad, no tan laica como parece: el carnaval, por ejemplo, es la representación ritual del caos en el que las cosas decaen con el tiempo, y la fiesta de la Resurrección, de la que aquel caos es su necesario predecesor, es la del triunfo del momento reparador, en que todo regresa, renace, resucita, a la pureza original.   La religión, como es patente, mantiene y actualiza ese mito de reparación que es el del eterno retorno. Y la filosofía también: los filósofos griegos se dedicaron fundamentalmente a buscar la esencia de las cosas, lo que son en el fondo, antes de que los cambios acontecieran, y a lo que debemos remitirnos si queremos saber lo que realmente son. Esa esencia era el agua para Tales de Mileto, el aire para Anaxímenes, el apeirón (lo indefinido) para Anaximandro, el número para Pitágoras, el átomo para Demócrito, la Idea para Platón, la forma para Aristóteles… y así los demás.   Y siguiendo por aquí, hemos llegado más lejos que Don Quijote, que avisaba de que “con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho”. Nosotros, y usted David Gustavo nos ha llevado a ello, nos hemos topado con Dios. A mi modo de ver, Dios representa el orbe en el que están contenidas todas las cosas, incluyendo en ellas el más allá hacia el que idealmente apuntan. Creo que la Iglesia se quedó un tanto por detrás del protestantismo cuando, de la mano de Santo Tomás, imaginó a un Dios razonable, previsible, sujeto a la idea del bien y del mal que llegamos a tener los hombres. El mundo para el católico tiene sentido en la medida en que está regido por ese Dios razonable. Pero, como previeron Duns Escoto y Guillermo de Ockham, y tras ellos los protestantes, se quedó fuera del ámbito que Dios abarcaba todo lo que hay de irracional, de absurdo, de malvado en este mundo. Así que el católico está psicológicamente peor preparado para enfrentarse con el absurdo que el protestante (o que el judío), que asumen que la voluntad de Dios (el sentido del universo) incluye también ese absurdo. Un absurdo que, por ejemplo, no entró en las previsiones de Primo Levi, escritor que estuvo encerrado en el campo de concentración de Auschwitz, y que acabó concluyendo: “Auschwitz existe… Dios no existe”. Si hubiera tenido auténtica fe, como sus correligionarios judíos más consecuentes, no habría llegado a esa conclusión… y no habría acabado suicidándose en 1987.

Dios y el absurdo

Primo Levi sentenció: "Auschwitz existe... Dios no existe"

    Ya hemos hablado en más ocasiones de que, en mi opinión, hay un medio de confrontación con el mundo alternativo al de la estricta fe, y es el de la razón vital, una razón, no como la de Santo Tomás o la de Descartes, absoluta, rotunda y no suficientemente preparada para confrontarse con el absurdo, sino una razón provisional, en permanente crecimiento y dispuesta a penetrar en los dominios del absurdo, aunque consciente de que vivir es un quehacer que nunca deja clausurada la puerta de los problemas, puesto que el caos y el absurdo siguen acechando.


[1] Alfred Adler: “El sentido de la vida”, Madrid, Espasa Calpe, 1975, p. 198.

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