Revista Opinión

Dios y el estado

Publicado el 23 octubre 2009 por Jorge Gómez A.
El debate generado en torno al proyecto para regular las uniones de hecho, presentado por los senadores Allamand y Chadwick, lleva detrás un alto tinte conservador, no sólo desde quienes buscan promover un modo de vida desde la fe, sino también desde aquellos que lo hacen desde el laicismo, sólo que unos defienden a Dios y otros al Estado, pero ambos son más bien autoritarios y no reconocen la autonomía más profunda del individuo.

El sentido común nos indica que las relaciones interpersonales y sobre todo las afectivas, son aspectos que conciernen al espacio más íntimo de los individuos, pues se construyen y constituyen bajo ese dominio, y que por tanto nadie tiene la facultad ni la capacidad de entrometerse en este espacio personal -ni el Estado, ni la religión-.
En este sentido, así como las personas, las relaciones afectivas por ser entre personas, son variadas, únicas e irrepetibles. Sin embargo, aún así teniendo presente esto, es frecuente –y lo ha sido históricamente- que las personas traten de categorizar estructurar y guiar las relaciones humanas mediante diversos criterios, prejuicios y convicciones de diversa índole, ya sea religiosa, moral, racial, socioeconómica, cultural, educacional, nacionalista, e incluso genética.
De esa pretensión deriva otra habitualidad, que consiste en que “otros” se entrometan en esa decisión profundamente personal que implica elegir y establecer una relación afectiva, para que se establezca dentro de lo que se considera normal, aceptable, natural, virtuoso, evolutivo, tradicional o ideal.
Esa intromisión se produce de diferentes modos, ya sea en el rol de padres (cuya validez es mayor que cualquier otra, si es a modo de consejo y no prohibición o imposición); mediante autoridades de diversa índole, ya sea religiosa, escolar, clínica, profesional; o simplemente en la forma de gente indiscreta como vecinas conventilleras, amigos entrometidos.
En todas esas intrusiones se rompe con el espacio de autonomía del individuo, para “recomendarle” o muchas veces “indicarle” (e incluso prohibirle), qué relación y qué persona es o no correcta para sí, su felicidad, su futuro y su vida. En definitiva se rompe con su albedrío para pretender regular lo más íntimo de una persona, que son sus afectos.
Ese afán a nivel más amplio tiene un sustrato más oculto, relativo al poder, el dominio y la autoridad, y por el cual durante la historia muchos han apelado a ficciones diversas, como el pecado, la culpa moral, la pureza racial, la mantención de tradiciones, el temor al futuro (el fin de la humanidad) o la pirotecnia legal, para ejercer de forma extensa mayor presión sobre los afectos de los sujetos.
En definitiva, lo que se busca por medios de dichas ficciones es establecer el reconocimiento de la autoridad a nivel más profundo, el de la conciencia. Quien logra establecer el gobierno de las conductas y los afectos ha logrado el dominio total de los sujetos. Esa ha sido la pretensión histórica de algunas religiones y también de la mayoría de las ideologías.
Por lo mismo, esas ficciones no operan sólo en cuanto a un espacio externo de la intimidad del sujeto (su relación con otro), sino en cuanto a su propia conciencia. Es decir, si la recomendación y la ficción a nivel externo y en cuanto a su propio bien no surgen efecto, entonces se busca hacerlos sentir culpables de su decisión por hacer mal al resto de la sociedad.
En todos los casos, estas ficciones responden a intereses particulares diversos (dogmas, sistemas de creencia, ideologías, concepciones raciales, intereses económicos o políticos, tradiciones) que buscan enmarcan o hacer calzar determinadas concepciones particulares al comportamiento de los sujetos, y en ningún priorizan un bien colectivo –presente o futuro- menos aún un bien del individuo en cuestión.
Así por ejemplo, la ficción religiosa de que el matrimonio era válido sólo entre creyentes de una misma religión, servía en un primer momento para asegurar el número de fieles y de súbditos al monarca, pero también para aumentar las arcas de los líderes clericales y para proyectar su influencia futura en los hijos de los recién casados parroquianos.
Así mismo, el surgimiento del matrimonio civil a manos del Estado, nacido luego de los procesos de reforma y posterior secularización, fue una forma de quitarle poder a las Iglesias en cuanto a sus espacios de injerencia en la vida de los ciudadanos, pero también una nueva forma de disciplinar a esos ciudadanos, al establecer la idea de nacionalidad mediante ciertos requisitos para que la unión fuera del todo válida. El castigo se aplicaba en la prole, que no sólo corría el riesgo de ser ilegítima, sino también apátrida o sin territorio.
Los mismos tópicos giran en torno al debate generado en torno al proyecto presentado por los senadores Allamand y Chadwick para regular las uniones de hecho.
En dicha propuesta, donde no se distingue el tipo de convivencia, se contraponen ambas ficciones. Por eso conlleva un alto tinte conservador, no sólo desde quienes buscan promover un modo de vida para todos desde la fe, sino también desde aquellos que buscan regular esas formas desde el laicismo de la legalidad, sólo que unos defienden a Dios y otros al Estado, pero ambos son más bien autoritarios.
Desde ambos frentes –sea el religioso o el legal racional- se pretende regular y delimitar lo válido (o lo inválido) en cuanto a relaciones interpersonales. Desde ambos casos, se desconoce la humanidad del sujeto -sus afectos- más allá de cualquier autoridad, al prescribirles cierta conducta, modelo o régimen legal.
Desde ambos frentes, pero de modos distintos y sutiles, se busca establecer una autoridad, a partir del establecimiento o rechazo de un modus vivendi.
Como decía Bakunin, “No soy humano y libre yo mismo más que en tanto que reconozco la libertad y la humanidad de todos los hombres que me rodean. Un antropófago que come a su prisionero, tratándolo de bestia salvaje, no es un hombre, sino un animal. Ignorando la humanidad de sus esclavos ignora su propia humanidad”.

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