Revista Cultura y Ocio

Dios y Philip Roth juegan al ajedrez

Por Calvodemora
Dios y Philip Roth juegan al ajedrez

Dios debe ser bueno cuando nos tiene aquí. La otra opción, no estar, por inadmisible, realza y prestigia las restantes. Se prefiere la credulidad, no caer en el vicio de cuestionarlo todo y a todo poner traba y duda. Tiene Dios todas las de ganar. Es más fácil creer en él que aplazar o negar su existencia. Hay mañanas en que anhelas fieramente que se te escuche. Pides elevar la cumbre del día que acaba de imponerse ante ti. Por otro lado, no tiene mucho sentido, si es que tiene alguno, que en esa vastedad suya caiga en la cuenta de que le estás hablando y, cosa más extraordinaria todavía, se haya apartado de otras conversaciones y se esmere en la entablada contigo. Se comprende que la vanidad le coma por dentro y no condescienda a fijar sus atenciones en quienes se las solicitan. 
Philip Roth es un dios a su manera. Crea a partir de la nada, levanta una historia que no existía antes de que él maquinara su nacimiento. La credulidad del lector hace que después todas las piezas engarcen. En cierto modo, Roth es un dios a los ojos de sus criaturas. Lo es en cuanto las alumbra, no antes: no tiene el perfil de la divinidad hasta que empieza a escribir y deja montada la primera frase completa o el primer párrafo. En Némesis, Roth saca de la nada a Bucky Cantor, un profesor de una escuela de verano en Newark. Es 1944 y la polio está diezmando la población infantil. Bucky habla consigo mismo, se cuestiona las razones por las que hay que morir y mira a Dios para encontrar las respuestas. Como no escucha nada, Bucky se encomienda a Roth. Dialogan los tres: Dios, el autor y el personaje. Se van trenzando las acusaciones y las justificaciones. Dios, en última instancia, delega a Roth la responsabilidad de resolver la historia a su antojadizo capricho. Roth, mientras escribe, le culpa, le deja en evidencia, no se deja convencer por ninguno de los argumentos que esgrime la fe. Los dos, Dios y Roth, son los narradores ficticios, los omniscientes, los facultados para animar el vacío y crear una trama. Luego esa trama se extiende sin que ninguno tenga conciencia de lo que sucederá después. Los dioses son responsables en los primeros minutos de la obra. Se desentienden más tarde. A Dostoievski, que es el Roth ruso del siglo XIX, le dolía esa pregunta sin respuesta, la del Dios que permite que mueran los inocentes. A Roth, al autor de Némesis, se le nubla la vista, se le viene el llanto, se arroga la figura absoluta del Creador y juega al ajedrez con él. La novela es la partida que montan cuando la novela acaba. Al final da igual quién gane. Es la muerte la que triunfa. Siempre es ella, la muerte. 
Se contenta uno sabiendo que Dios quiso ponernos en la trama. La otra opción sería la de no estar, la de que sean otros los que salen a la calle y pasean y vuelven a casa y enferman y sanan y aman y lloran. Como no es una posibilidad asumible, le hablamos con dulzura, medimos las palabras, sabemos que es posible que nos escuche o es posible que no lo haga. No tenemos la estadística de sus favores, ni siquiera tenemos la certidumbre de que acceda a conceder los que humildísimamente le pedimos. Todo queda en una cosa muy griega, supongo. Todavía dura en mi cabeza Némesis, que acabo de terminar. Hay novelas de las que no sales. Lo que te cuentan permanece sin que podamos interferir en su cese. Son las novelas que hablan de las cosas trascendentales, imagino. 
Dios y Philip Roth juegan al ajedrez

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