El Hombre Alto estira el brazo con la palma de su mano oscura abierta. El Huérfano tiembla de la emoción, ha esperado este día con ansiedad y hoy ha tenido que ir al baño tantas veces que le escuece la punta del miembro. No tiene que mirarlo a pesar que toda la adoración que siente le pide que levante la vista y vea esos enormes ojos también oscuros, como la mano que se le acerca y pueda verter lágrimas de emoción. Pero no puede, no debe. Es un sacrilegio mirar a El Corifeo en el momento del nombramiento. Tiembla, la mandíbula inferior repica contra la superior y para controlarse aprieta fuerte los dientes. Suda, no quiere ensuciar la mano del maestro pero suda, pequeñas gotas de rocío salado sobre su frente pálida.
Finalmente la mano se posa sobre su cabeza de pelo raso e inmediatamente le parece percibir el poder que el Hombre Alto irradia. La fuerza de los dedos apretando su cráneo, el calor de la palma, la energía que sale de la mente privilegiada y del corazón aventajado y recorre el musculoso brazo hasta llegar a la extremidad y pasar a él, al Huérfano, al súbdito. Y entonces pronuncia las palabras y casi al instante él le sigue repitiéndolas con temblorosa firmeza y detrás lo hacen los demás, a coro. Es un momento sublime, es un momento que recordará para siempre. Las palabras transmiten parte del saber de El Corifeo, parte de su vigor. El Huérfano cree entrar en éxtasis cuando las últimas palabras del idioma de los Dioses el significado del cual solo El Corifeo conoce salen de su boca y al final, éste quita la mano de su cabeza rasa y la pasa por su mentón, haciéndole levantar la vista llena de lágrimas de emoción.
Ha subido de nivel, ya no es un Huérfano, es un Protegido. Se gira, toda la gente grita contenta y poco a poco se acercan a él, le felicitan y le abrazan y luego, en un ritual ensayado, le hacen un pasillo. El nuevo Protegido camina lentamente hasta el altar. Recuerda cuando todo el mundo parecía vacío, cuando se había hundido en la miseria más absoluta. Palmaditas en la espalda, los Huérfanos le miran con la ilusión de llegar a donde él. La muerte de su hija, el posterior divorcio… No pudo soportarlo, cayó en la más absoluta desesperación. Hubo psicólogos y luego psiquiatras, hubo amistades que resultaron no serlo tanto cuando no pudo devolverles el dinero. Una de las pupilas, de unos ojos caramelo que embelesan, le acaricia el hombro y le sonríe. La pedirá, ahora es un Protegido y puede pedir a una Huérfana para él. A él no le pidió nadie, ninguna Protegida le eligió, tiene la cicatriz del accidente de coche en el que murió la niña. La imagen del accidente, que gracias a los Dioses se había difuminado, se le aparece de nuevo ahora, atrapada entre los asientos, alargándole el brazo como el Hombre Alto había hecho hacía unos instantes. Quiere llorar pero sonríe. Está a salvo y pedirá a la Huérfana esta noche. Al final del pasillo humano las dos figuras talladas en mármol gris, el Dios y su hermana, la Diosa y su hermano, esperándolo con su bondad. Gira la cabeza, El Corifeo sigue sonriendo. Él le salvó. Aquél día de finales de mayo. Dijo: “mis Huérfanos te han estado observando, es hora de que conozcas la verdad”. La verdad… que palabra tan dura y a la vez tan pura. En un principio receló, se quedó porque encontró gente amable y le cuidaron, le asistieron, reflotaron su empresa, le reconocían sus conocimientos en exportación e importación, le hicieron ver que la muerte de su hija fue debida a la maldad del dios falso. Estaban otros Dioses, otras Diosas, otras maneras de entender el mundo que lo convirtieron todo mucho más sencillo, liviano, llevadero. Así, al poco, se fue adentrando en esa nueva forma de vivir y de pensar, empezó a colaborar con el colectivo de gente, con el tiempo dejó de verlos como raros, se fueron turnando amigos de verdad que no le pedían nada. Esos amigos que ahora le aprecian y le valoran por ser el nuevo Protegido, camino a la verdad.
Él se ofreció voluntario a aportar parte de los beneficios de su empresa al grupo cuando supo que necesitaban ayuda para continuar alguno de los proyectos que el Hombre Alto, el Corifeo, tenía para todos. Para todos los que van callando cuando él se presenta frente a los Hermanos y acaricia sus rostros en señal de cariño, y luego besa cada una de las estatuas en la frente, como Protegido, ya no tiene que postrarse, ya no es un Huérfano. Ha dejado de ser Huérfano de la vida. Da las gracias en voz baja, por respeto, con una sonrisa, al tiempo que en su mente la imagen de su exmujer aparece cuando era feliz y luego cuando no hacía nada más que llorar. Está a punto de preguntarse dónde está ahora, si piensa en él alguna vez, si es feliz… pero esa pregunta queda ofuscada por las canciones que cierran la ceremonia y hablan del futuro que el Dios y la Diosa de la verdad les ofrecen si siguen los pasos, si siguen a El Corifeo. Y con las canciones, él se olvida de su pasado una vez más, de sus desgracias, su mente vuelve a quedar vacía, su corazón cree estar apedazado, no puede decir que no lo estaba, la mentira allí no tiene lugar.
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