Revista Filosofía
Mucho se ha hablado de Dios, y poco de la experiencia que lo ha propiciado. Es una pena que el problema teológico se haya centrado en la cuestión de su presunta existencia o inexistencia, o en sus variantes, como las relaciones entre lo finito y lo infinito, o el yo y su Absoluto. Si la teología es una ciencia o no, más bien, es una cuestión secundaria, de origen filosófico, lingüístico o incluso político. En cualquiera de los casos, una cuestión de segundo orden. Sartre anduvo cerca con aquello de que "Si Dios no existiera, nada cambiaría", y su filosofía de la existencia expresa ya una experiencia visceral, profunda, quizá huida del tiempo histórico. Y es que lo revelado nunca es Dios, ni ninguna otra morphê, sino, en todo caso, uno mismo experimentando algún tipo de Ser Supremo. Me imagino al místico como a un Don Juan enamorado de su propio enamoramiento, afanoso en revivirlo una y otra vez. Más bien, en cuestiones existenciales, diría que nos encontramos absolutamente perdidos y absolutamente solos. Sin ninguna referencia respecto de la que el extravío y la soledad puedan ser relativos. Quien todavía puede perderse atravesando una montaña o un bosque nunca está absolutamente perdido, sino en relación a un sistema de coordenadas debidamente conocido. Pero en lo que respecta a la existencia, a nuestro lugar en ella, a un presunto sentido de las cosas, sí que lo estamos. La religión, con sus dioses y disquisiciones, infinitos en número y naturaleza, es, sin duda, el síntoma más evidente de este hecho.