Revista Cultura y Ocio

Dioses, Semidioses y Astronautas de Nicolás Kingman | Salvador Izquierdo

Publicado el 20 abril 2018 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom

Por Salvador Izquierdo

(Publicado originalmente en revista digital Mediato, periodismo de interpretación, Quito, el 25 de marzo de 2018)

Dioses, Semidioses y Astronautas de Nicolás Kingman | Salvador Izquierdo

El escritor, periodista y militante político Nicolás Kingman ha fallecido esta semana en Quito a los 99 años de edad. Fue parte de una generación de artistas e intelectuales destacada, un gran colectivo que enlazó producción artística con compromiso político. Kingman fue de los más jovencitos del grupo y, ahora, uno de los últimos, sino el último, en dejarnos. Mi intención aquí es rendirle un pequeño homenaje mediante la lectura reciente que hice de uno de sus trabajos de ficción, publicado por la desaparecida Editorial Quimera en 1982. Queda pendiente una valorización más profunda de su trabajo artístico y la reedición de sus textos.

Dioses, Semidioses y Astronautas es una novela coral, narrada por varias voces, algunas de ellas anónimas pero hablando en nombre de una comunidad más amplia: la del pueblo ficticio de Chinguilamaca, ubicado en algún lugar entre la Sierra y el Oriente ecuatoriano. La novela traza el crecimiento de este pueblo y la manera en que se desploma sucesivamente a lo largo de los años, debido, sobre todo, a su dependencia en un sistema social y religioso quebradizo, corrupto, obsesionado con la explotación de sus propios recursos naturales y humanos. También es un texto fragmentario, compuesto por veinticinco capítulos o episodios que se montan uno alrededor de otro creando un largo flujo expresivo y narrativo.

La trama empieza con el descubrimiento, por parte de un indio leñador, de la efigie de Jesucristo en el tronco de un árbol de casanto que acaba de tumbar. El indio consulta sobre este tema con el cacique de su tribu y luego, todos juntos, marchan hacia la plaza mayor del pueblo más cercano para exponer su descubrimiento ante las autoridades religiosas de ahí. El cura local los recibe de mala manera, prejuicioso y molesto por el elemento de superstición imprescindible para vivir la fe por estos lares. La efigie o escultura de madera, aparecida prácticamente de milagro, se convertirá con el tiempo en el Señor del Casanto, el centro indiscutible de la vida social y de la devoción del pueblo naciente de Chinguilamaca; la razón por la cual este pueblo se volverá notorio, la razón por la que empezará a ser visitado por otros, y el motor, por lo tanto, de su desarrollo. Pero cuando llega a una cúspide en este sentido, y recibe, por primera vez, la visita de un alto funcionario internacional: el Embajador de España en Ecuador, resulta que este hombre es un macabro coleccionista de arte quien logra ejercer presión política y económica para llevarse el afamado Cristo a Europa.

Así empieza el primer declive del pueblo. Sin su Señor, llega una terrible sequía que durará años y hay un decaimiento en la moral también. Se empieza a tramitar la devolución del Señor del Casanto pero quedan sospechas cuando lo reciben de vuelta, directamente desde el Vaticano, pues no parece ser el original sino una copia (antes el cabello de Cristo estaba esculpido naturalmente sobre la madera, ahora, usa una peluca, entre otras variantes).

Desde una perspectiva, entonces, la novela de Kingman es la historia de un pueblo latinoamericano, contada mediante oraciones largas y ricas, que conforman, a su vez, episodios más bien breves. El autor es particularmente hábil para esta especie de escritura visceral, no medida, sin aspiraciones refinadas de una prosa pulida; más bien suelta y repleta del vocabulario local, misterioso y espléndido. En particular, me sorprendió la manía de Kingman por anotar listas a lo largo del texto; como la de los tipos de calzado con la que la gente abre camino (oshotas de cuero, alpargatas de cabuya, sandalias franciscanas…); o de los tipos de lugareños que existen en la zona (forasteros, chagras, chazos, indios de aquí y de allá, romeriantes, comerciantes, pregoneros, mercachifles…); o la de los métodos de adivinación (quiromancia, cartomancia, heteromancia y en casos extremos nigromancia…); o la de los tipos de enfermos que conforman las muchedumbres en la plaza mayor (tullidos, leprosos, paralíticos, ciegos, sordomudos, reumáticos, maniáticos, endemoniados, esperanzados, sufridos, arruinados, traicionados, perseguidos, maltratados… embrujados… prostáticos, epilépticos, malparidos, dicocéfalos… avergonzados).

Pero Dioses, Semidioses y Astronautas no es solamente el relato coral que describo. Ahí también se desarrollan las sagas individuales de ciertos habitantes de Chinguilamaca. Está por ejemplo “el apergaminado”, un excéntrico que al perder a su madre decide nunca más salir de su cama; y desde ahí, cultivará los principios del comunismo en un grupo de jóvenes. Otro personaje importante es Monfilio, un niño condenado por su comunidad porque se dice que es hijo de cura, es decir, el pecado encarnado. Monfilio se fugará del pueblo tras perpetrar un robo significativo en la Catedral, se refundirá en el Oriente durante largos años y volverá triunfante como agente de un maestro curandero que devolverá las esperanzas (y la lluvia) a Chinguilamaca. Este emprendimiento lo llevará a convertirse en el magnate de los medios de comunicación y otros negocios locales; pero jamás obtendrá lo que más busca, la aceptación de los demás. El destino de Monfilio está atado al de Gina, la hija única de un inmigrante italiano llegado al Ecuador a principios de siglo, loco y alcohólico. Tanto la vida de ella como la de su padre están marcadas por la catástrofe. El testimonio autobiográfico que ella relata, en primera persona, en el capítulo XX de la novela es uno de los puntos más intensos del texto. Por último, tenemos al ya mencionado curandero, una mezcla entre sabio iluminado y viejo cascarrabias, y a sus dos sobrinos, aspirantes a astrónomos y a astronautas (por ende el título del libro) cuya presencia significa que la novela, por momentos, empiece a apoyarse en una especie de ciencia ficción humorística. El chiste de un planeta descubierto por ellos y al que bautizan, a la ecuatoriana, como el “Planeta Frías”, solo tiene rival en la realidad reciente y el ridículo programa de exploración espacial liderado por el compañero de los Boy Scouts de nuestro expresidente.

Esta novela, en efecto, presenta un retrato del Ecuador muy original y muy certero a la vez. Es un texto actual y, al mismo tiempo, recoge nociones que podrían aplicarse a la llamada “novela de la tierra” o al realismo mágico. Kingman no fue un escritor de ficción prolífico (dos novelas y un libro de cuentos, me parece) pero se me ocurre que este hecho genera un lindo equilibrio con la obra pictórica monumental y cuantiosa de su famoso hermano, Eduardo Kingman.

Tuve la suerte de conocer en persona a Nicolás Kingman. Hace muchos años acompañé a mi hermano Javier a entrevistarlo como parte de su documental Augusto San Miguel ha muerto ayer; y aunque don Nicolás no recordaba mucho de lo que podría haber pasado en el Guayaquil de los años veinte (cuando él tenía apenas seis o siete años) nos atendió de manera amable y generosa. Muchos años después, por cercanías familiares, pude estar en su compañía, nuevamente, en la final del Mundial de fútbol masculino de Brasil 2014 (íbamos por Argentina). Sin embargo, la imagen más decidora que guardaré de él, es de las veces que lo vi caminando lentamente por el antiguo empedrado de Rumihuayco, en las laderas del Ilaló. Escribo estas líneas en homenaje a él, como ya dije, pero también por la admiración que siento por sus hijos: Eduardo y Santiago; y por la amistad que me une a sus nietos, mis contemporáneos: Manuel, Delia y Salvador; Nicolás, Mateo y Martín; Juan Sebastián y Diego. Que en paz descanse este gran hombre.


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