Éramos ángeles desplumados en un paraíso de versos mojados por letras que son gotas de lluvia resbalando de corazones heridos de muerte que luchaban por seguir vivos. Señores de un paraíso de papel y pluma en el que copulaban depravadamente amor y muerte. Éramos canciones sin versos que utilizaban el desamor en cada rima donde deliraban sueños que nunca podríamos cumplir en nuestros paraísos construidos a base de un mosaico de infiernos donde las larvas de los diablos latentes en nuestras almas nos devoraban por dentro.
Sí amor, tenías razón, éramos mierda. Angelical mierda de ojos bonitos, falsa sonrisa y espíritus podridos por los fracasos, las traiciones y las mentiras. Mierda de heridas abiertas y supurantes por donde asoman los gusanos de nuestros demonios. Automutilados por dentro y por fuera, incapaces de gritar porque la vida se nos escapaba por cada latido, por cada aliento, por cada beso…
Sí, cariño, estábamos realmente jodidos.
Jodidos como para abrazarnos sin saberlo en busca de un calor que nos negó la vida, en busca de una comprensión que desconocíamos, de la ternura y la complicidad que nos debían otros, de risas que nos hicieran el boca a boca cuando nos ahogábamos en charcos de llanto. Éramos dos soledades intentando paliar con amistad el abandono.
Y cada noche nos abrazábamos de palabra bajo una manta que asfixiaba kilómetros ya hipóxicos, matándolos, abrasando las lágrimas de un dolor tan primigenio como el miedo a morir solos. Haciendo ángeles sobre una imaginaria nieve borracha de whisky mientras un San Bernardo nos arrastra hasta una playa donde la Luna brilla en tu mirada y yo recito poemas rozando tu conciencia con mi lengua mientras las olas nos hacen el amor y la depresión se encierra en la más alta torre de un castillo de arena que se derrumba sepultándola a la orilla del mar.
Y a la orilla de ese mar, la mierda se la llevó al fin el salado y frío viento de enero mientras Hermes y Apolo eran testigos mudos de nuestro primer beso. Sí, amor, éramos ángeles hechos de barro y mierda reconvertidos en dioses bajo la mirada divina de las bellas artes, de la corona de laurel, el caduceo y las sandalias aladas. Dioses sin religión que viven para adorarse el uno al otro sin dogmas, ni genuflexiones, Infierno o Paraíso, sin miedo ni castigo, sin más templo que una habitación de hotel donde el corazón renace y nuestros cuerpos, descubriéndose, rezan enredados.
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