Revista Maternidad

Dirty Dancing

Por Lamadretigre

DirtyDancingPocas cosas en la vida me producen más vergüenza ajena que esta película. Es ver a Patrick Swayze mascullando The time of my life por lo bajinis con cara de intenso intensísimo y entrarme unas ganas incontrolables de meterme debajo de la mesa. Para siempre. Por no hablar de la escena de puentencito rústico cuando Jennifer Grey –años llevo preguntándome qué habrá sido de esta chica- va bailando sola. O esos ensayos en el agua con el chorrito de agua cayéndoles estratégicamente por la frente. No. Puedo.

Pero no se crean que reniego de esta película. En absoluto. No sé cuantas veces la habré visto. Seguramente más de veinte y menos de cincuenta. No se le ha hecho justicia a este gran clásico de nuestra adolescencia. Fue pionera en condenar la insalubridad los abortos ilegales y defender el derecho de una adolescente a perder la inocencia donde y cuando le dé la gana sin importar la clase, la etnia o que a su vez le venda sus servicios a la cincuentona millonaria. De paso universalizó también el derecho de la hermana tonta a tener su minuto de gloria y el de todos a restregarnos sin pudor en los bailódromos de dudosa higiene.

Si bien no acaba de trazar con claridad la delgada línea que separa lo profesional de lo personal, ni el derecho de un padre a pasar unas vacaciones tranquilo sin que el profesor de baile de tres al cuarto se cuele en la alcoba de su hija adolescente, esta película esconde una píldora de filosofía de trascendencia universal. Ya se lo decía Johnny a Baby (quién tuviera un cojín para taparme el sonrojo) aunque esta no acabara de pillar el concepto: Este es mi espacio. No invadas mi espacio.

Si hay algo que echo de menos desde que soy madre numerosa es mi espacio. Ese corrito de aire propio para poder respirar oxígeno sin oxidar. Ese círculo que trazan los brazos para poder moverse con cierta libertad. Ese momento de gloria en el que uno no está en contacto directo con nada ni nadie. No hay violación más flagrante que la del propio espacio.

A base de anotar hijos en el libro de familia uno va estrechando su espacio vital. Es un fenómeno como la subida global del nivel del agua: imperceptible pero inexorable. Una se olvida de lo que es tomar un café sin luchar con La Cuarta por la taza y compartir la espuma con La Tercera. Llegamos a creer que no existe un mundo en el que una madre pueda sentarse en el sillón sin que automáticamente le salgan peluqueras de debajo de los cojines o echar una cabezadita sin que le pinten un bigote. Te sientas a leer y automáticamente La Segunda se te tumba encima y se ofrece a pasarte las páginas. Te vas a depilar y las cuatro te quieren ver las ingles. Te sientas en la taza del wáter y La Cuarta se asoma por detrás mientras La Tercera se empeña en “pischiarte el culete”.

Son sangre de mi sangre. Salidas de mis entrañas al grito del cochino jabalí. Las quiero como si no hubiera un mañana y mataré a cualquier profesor de baile que amenace con romperles el corazón. Pero necesito mi espacio. Ese momentito de silencio, el placer de estirar los brazos y no chocarte con nadie, de andar sin alguien enredado en las piernas, hacerme un café sin que se empeñen en apretar los botones de la cafetera conmigo o exprimir el zumo sin ayuda. Lo necesito. Como el comer.

Pero… Cómo voy a negarme a los abrazos de La Cuarta para limpiarse los mocos en mi hombro. O a los arrumacos de La Segunda que de puro cariñosa es plomiza. Y lo mona que está La Tercera cuando juega a ponerme crema hidratante en la cara. Y en el pelo. Y esos besos que me da La Primera cuando quiere que le compre algo.

Bye bye querido espacio. Fue bonito mientras duró.


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