Funeral romano. Foto Luis Montanya, Marta Montanya, sciencephotolibrary
Para la mentalidad romana, el alma individual de un difunto permanecía como tal mientras alguien lo recordase y practicase los ritos anuales establecidos. Las tumbas individuales, cuyo lugar sacro debía estar indicado de alguna forma, un simple amontonamiento de piedras, una estela de piedra o madera, un gran fragmento de ánfora o un gran monumento, corrían el riesgo de ser olvidadas rápidamente, porque la pervivencia de descendientes directos del difunto no era totalmente segura.
“Cuando fui a visitar a mi suegra en su villa de Alsio, que en un tiempo perteneció a Verginio Rufo, la simple contemplación del lugar renovó en mi alma, no sin dolor, la añoranza de aquel hombre tan noble y excelente. En efecto, en este lugar se había acostumbrado a pasar su retiro e incluso llamaba el nidito de su vejez. A donde quiera que yo dirigiese mis pasos, mi espíritu y mis ojos le buscaban.
Tuve también el deseo de contemplar su tumba, y luego me arrepentí de haberla visto. En efecto, está todavía sin terminar, pero la causa no es la dificultad de la obra, pues es modesta e incluso humilde, sino la pereza de la persona a la que se confió su ejecución. Me asaltó la indignación mezclada con la compasión, al ver como después de diez años yacían olvidados sin una inscripción, sin un nombre, los restos y las cenizas de un hombre cuya gloria inmortal recorre el mundo entero. Y eso que él había ordenado y dispuesto que aquella acción suya, inmortal y casi divina, fuese recordada en estos versos:
Aquí yace Rufo, que antaño, luego de haber vencido a Vindice,
no quiso el poder imperial para sí, sino para su patria.
Pues la lealtad es tan rara en la amistad, el olvido de los difuntos tan fácil, que nosotros mismos debemos construir con nuestras propias manos nuestras sepulturas y asumir por adelantado los deberes de nuestros herederos. Pues, ¿quién no ha de temer que hemos visto que le ha sucedido a Verginio? Su propia fama hace que la injusticia sufrida sea no solo menos merecida, sino más conocida. Adiós.” (Plinio, Epístolas, VI, 10)
Altar funerario en mármol de Cominia Tyche, época Flavia,
Museo Metropolitan, Nueva York
Dis Manibus
Abascantus Caesar(is) n(ostri) ser(vus) vilic
Fortunatae coniugi bene merenti fecit vix(it) annis xxx
quisque meum tit
ulum stat
legerit et
dicit sit tibi terra levis
“A los dioses Manes. Abascanto, esclavo de nuestro emperador, capataz, lo erigió para su esposa Fortunata que lo merecía, quien vivió 30 años. Quienquiera que pare y lea mi inscripción, diga: `Que la tierra te sea leve´”. (CE 1463)
La fórmula más común durante el alto imperio romano de mantener vivo el culto familiar, naturalmente de aquellos que disponían de recursos, era conceder a sus libertos un trozo de tierra con la condición de que el predio fuera heredado siempre por alguien que llevara el mismo nomen (nombre de la familia)del testador, de modo que estuviera siempre obligado a celebrar los ritos en honor del mismo numen.
“(Mando también) que todos mi libertos y libertas, a los que he manumitido en vida y a los que manumito en este testamento, paguen cada año una cuota (como alquiler de las tierras que les he concedido y que sus sucesores sigan pagando, a perpetuidad, esta contribución), que a esta se sume la contribución de mi nieto y heredero Aquila y la de sus sucesores por un importe de[---], destinada a la adquisición de comida y bebida; que éstas sean distribuidas y consumidas delante de mi tumba, consagrada también a la diosa Lativis, y que permanezcan allí (y dure la fiesta) hasta que lo hayan consumido todo. Que para el mantenimiento de estos ritos se nombren, anualmente, unos encargados, que tengan autoridad para exigir la contribución (señalada, tanto a mis libertos y sucesores como a mi nieto y heredero y a los siguientes poseedores del fundo). Mando que sean (los primeros) encargados mis libertos Prisco, Foebo, Filadelfo y Vero. Que después de mi muerte estos curadores y los que les sucedan cumplan los ritos establecidos. Que estos ritos se celebren, anualmente, en las calendas (el primer día) de los meses de Abril, Mayo, Junio, Julio, Agosto (Septiembre) y Octubre.” (CIL XIH 5708)
Biclinium delante de tumba. http://www.ostia-antica.org
Como las leyes prohibían la construcción dentro de las ciudades de monumentos funerarios buscando, quizás, evitar la realización dentro del perímetro urbano de los sacrificios y prácticas fúnebres que solían tener lugar en memoria de los difuntos, los enterramientos se disponían, en todo el imperio, a lo largo de los caminos y en las vías de entrada y salida de las ciudades, lo cual facilitaba el acceso a las tumbas sin tener que atravesar para ello propiedades privadas.
“Aquel conocido liberto de Mélior, que murió entre el dolor de Roma entera, breve deleite de su querido patrón, Glaucias, yace inhumado bajo esta losa en un sepulcro junto a la vía Flaminia. Casto por sus costumbres, íntegro por su pudor, rápido de ingenio, afortunado por su hermosura. A sus doce mieses recién cumplidas, apenas añadía el muchacho un solo año. Caminante que lloras estas pérdidas, ojalá no llores nada.” (Marcial, Epigramas, VI, 28)
La ley permitía que un individuo o grupo familiar empleara un camino de acceso a la tumba a través de una propiedad ajena cuando fuera necesario.
“Que el camino (que desde la vía pública lleva a mi sepultura, se convierta en una servidumbre para el fundo que atraviesa, de modo que sea permitido el paso a todos) los que se ocupan de mantener la sepultura, vayan a pie o en vehículos (y a los que vayan a cumplir los ritos funerarios que he establecido).” (CIL XIH 5708)
Galia – Los dolientes – Escena funeraria. Ilustración Jean-Claude Golvin
La disposición de las sepulturas a ambos lados de los caminos permitía al viajero, cuando transitaba por ellos y pasaba ante las tumbas, detenerse y dedicar un recuerdo al difunto, ayudado por la lectura de las fórmulas funerarias, la dedicatoria y el nombre del difunto inscrito en las lápidas, en las que también solía incluirse saludos y buenos deseos para el caminante que no ignoraba las tumbas, invitación a detener sus pasos y a leer los distintos elementos que constituían su epitafio (datos biográficos, vida profesional, causa de la muerte…), advertencias en caso de daño a la tumba e incluso amenazas. Todo con la idea de que el difunto no cayera en el olvido.
“Esto es suficiente para las tumbas, y también para los que carecen de tierra: evocar con la voz de sus almas a modo de homenaje fúnebre. Las cenizas, ya tranquilas, se alegran al oír sus nombres: eso es lo que ruegan las lápidas con sus frentes escritas. Incluso aquel a quien le faltó la urna de un triste sepulcro, casi estará sepultado con que su nombre se diga tres veces. " Y tú, lector, seas quien seas, tú que te dignas a recordar mis hados en tristes elegías, ¡ojalá pases sin golpes el tiempo de tu vida y no tengas que llorar, más allá de lo justo, muerte ninguna!” (Ausonio, prefacio Conmemoración de los familiares)
Sarcófago de Tesalónica, Museo del Louvre
En Roma desde finales de la República hasta la época de Adriano se dio la costumbre de colocar el busto del difunto en el altar funerario, convirtiéndose este retrato en objeto de culto.
La colocación de una estatua, en la que se adaptaba el retrato del difunto, era la máxima expresión de inmortalidad y la forma más eficiente de atraer la mirada del viandante.
"Aquí yace Vario, de nombre Frontoniano. Lo enterró su dulce esposa Cornelia Gala. Para evocar los dulces placeres de la vida pasada mandó grabar su rostro, sus ojos y su alma en mármol para que por mucho tiempo pudiera saciarse de su querida imagen. Su contemplación la aliviará, pues la garantía de su amor la lleva escondida en su pecho y en la dulzura que le proporciona su mente al recordarlo, y no podrá, con un olvido fácil, desaparecer de sus labios sino que mientras viva, su marido llenará todo su corazón." (CE 480)
Publius Curtilius Agatho, Getty Museum
En el deseo de perpetuarse iba implícita una buena visibilidad de la sepultura desde el camino para que la lectura de la inscripción fuera casi inevitable, y, por eso los emplazamientos situados junto a las puertas de entrada estaban muy solicitados y habitualmente ocupados por personajes con cierta notoriedad en vida.La tumba era un lugar religioso (locus religiosus) y bastaba enterrar un cadáver en un lugar para convertirlo automáticamente en sagrado, como se recoge en el Digesto.
“Cualquiera puede, por testamento, convertir un lugar en religioso enterrando un cuerpo en su propiedad; y cuando una sepultura pertenece a varias personas, uno de los propietarios puede depositar un cuerpo ahí, aunque los demás no lo deseen. Un enterramiento puede también hacerse en la tierra de otro, si el dueño consiente; e incluso si ratifica después el lugar donde el cuerpo fue enterrado se convierte en religioso.” (1.8.6.4)
Cicerón relata que los únicos que podían declarar una tumba como lugar sagrado eran los pontífices mediante los rituales apropiados.
"En efecto, antes de que se eche la tierra sobre los huesos, aquel lugar donde ha sido incinerado el cuerpo no tiene carácter religioso, una vez echada la tierra, entonces queda inhumado según derecho y el sepulcro recibe tal nombre y entonces adquiere finalmente muchas prerrogativas de carácter sagrado.” (Cicerón, Las Leyes, II, 57)
Museo de Urfa, Turquía, Pantheos.com
Aunque el derecho pontifical permitía a cualquiera convertir un lugar en sacro por el hecho de enterrar un cadáver, la organización social exigía que el enterramiento se produjese sólo en un lugar autorizado. La posibilidad de que alguien enterrase a un difunto en cualquier lugar convirtiéndolo automáticamente en lugar sacro podía crear más de un conflicto. Intervenía entonces el derecho civil, que podía regular el uso que se hiciese de un lugar sacro, siempre que, naturalmente, no afectase al derecho pontifical. Así, quien enterraba un cadáver en un lugar ajeno sin la autorización del dueño estaba obligado a desenterrarlo. Sin embargo, el dueño del terreno no podía desenterrarlo si no era con la autorización de los pontífices o del Príncipe.
“Donde se han enterrado los huesos o un cuerpo por alguien que no es un familiar, se plantea la cuestión de si el propietario del terreno puede excavarlos, o trasladarlos sin un decreto de los pontífices o un mandato del Emperador, y Labeo dice que se debe obtener el permiso pontifical o una orden imperial, porque si no se lanzará una demanda por injurias contra la persona que trasladó los restos.” (Digesto, 11.7.8.0).
El traslado de los restos humanos por diversas circunstancias a otras sepulturas o cementerios y las reparaciones de los monumentos funerarios requerían igualmente el permiso de los pontífices.
“Pidiéndome algunas personas que les permitiese, según el ejemplo de los anteriores procónsules, trasladar a otro lugar los restos de los suyos por el daño sufrido en las tumbas por el paso del tiempo o por el desbordamiento de un rio u otras causas semejantes a estas, como sabía que en Roma en las causas de esta naturaleza las peticiones suelen dirigirse al colegio de los pontífices, pensé que debía consultarte, señor, como pontífice máximo, qué regla querías que yo siguiese.” (Plinio, Epístolas, X, 68)
El permiso para rehabilitar la sepultura o el recinto donde ésta se encontraba se podía incluir en el epitafio mismo con la idea, quizás, de que se supiera que todo se había hecho conforme a la ley. En el siguiente epitafio se describe la localización exacta del monumento con todo detalle.
“Aulus Sergius Heliodorus que pidió a los pontífices que le permitieran restaurar el techo caído de su monumento de acuerdo a la ley. Este está situado en la vía Flaminia entre el segundo y tercer miliario; cuando caminas por la derecha desde la ciudad, esta entre las tumbas vecinas de Heduleia Aphrodisia, hija de Gaius, y de Hermes, liberto y archivero de Augusto, y la de Trebia Albina.
[Aulus Sergius Heliodorus] construyó esta tumba para sí y su esposa Ulpia Heliada y para sus libertos y libertas y sus descendientes. Quede este monumento libre del mal.”
Tumbas romanas en la vía Flavia, cementerio de Isola Sacra
La tumba, según Ulpiano, se componía de dos conceptos diferentes: el sepulcro, lugar donde los restos humanos, quemados o incinerados, son enterrados y el monumento, que implica cualquier edificación levantada en el suelo con el único propósito de conservar la memoria del difunto.
“Un sepulcro es donde se deposita el cuerpo humano o sus huesos” (Digesto, XI, 7, 2, 5); “Un monumento es lo que se erige con el propósito de mantener la memoria del fallecido” (Digesto, XI, 7, 2, 6)
Estela funeraria de Q Gesius Petilianus,
Museo del Louvre
Según Ulpiano si solo existe el monumento sin tumba, este se puede vender, si se trata de un cenotafio la venta debe indicarse en el testamento, para que también pueda venderse. Los emperadores Marco Aurelio y Lucio Vero proclamaron que este tipo de estructura no es religiosa. Por lo tanto, si en el monumento funerario había restos humanos, este adquiría estatus religioso y quedaba protegido por la ley religiosa, en caso contrario, se convertía en un lugar no religioso y estaba sujeto a la ley comercial. Son, entonces, los restos humanos los que otorgan la inviolabilidad e inmunidad a la tumba.
“En tanto que haya solo un monumento, cualquiera puede venderlo o cederlo, si, en cambio, se convierte en un cenotafio, debe registrarse que puede venderse; ya que los Hermanos Divinos (Marco Aurelio y Lucio Vero) emitieron un rescripto declarando que una estructura de esta clase no es religiosa.” (Digesto, XI, 7, 6, 1)
También en el Digesto se dice claramente que un lugar destinado a enterramiento no se convierte en res religiosa totalmente, sino solo la parte donde el cuerpo está enterrado. Igualmente, los monumentos funerarios, si estaban erigidos sobre los restos humanos con el único propósito de proteger la memoria del difunto se consideraban sagrados, es decir, los monumentos no ocupados eran susceptibles de ser vendidos o comprados.
"En general un monumento es algo que se trasmite para la posteridad como un memorial; y en caso de que el cuerpo o sus restos estén dentro se convierte en un sepulcro; pero si no hay nada depositado dentro, se convierte solo en un monumento erigido como un memorial al que los griegos llaman cenotafio, es decir, un sepulcro vacío.” (Florentius, Digesto, XI, 7, 42)
Cenotafio, Saint-Rémy-de-Provence, Francia
La ley prohibía la enajenación de los lugares sagrados o religiosos, pero se permitía la compra-venta si se mantenía la función funeraria.
“Es nuestra práctica que los propietarios de tierras con lugares para sepulturas tienen el derecho de acceso a los sepulcros, incluso tras vender la tierra. Las leyes relativas a la venta de propiedades establecen que se reserve derecho de paso a los sepulcros que allí se encuentran, además del derecho de aproximación y rodeo con el propósito de celebrar funerales.” (Digesto, XLVII, 12, 5)
Así pues, el primer problema en la vida cotidiana ante el hecho de la muerte era encontrar un lugar “legal” donde depositar el cuerpo una vez fallecido. En Roma se encontró una inscripción procedente de la vía Ostiense en la que se deja patente que un labrador había solicitado permiso para construirse una tumba y posteriormente se le concedió, por lo que se ve que en el mundo romano era importante asegurarse el lugar de sepultura antes de fallecer.
“Siendo el labrador de un huerto en la vía Ostiense que pertenece al collegium de la Divina Faustina la mayor, y pagando una renta anual de 26.000 sestercios, pagados regularmente durante varios años hasta la fecha, ruego por justicia de tu parte, Salvio, señor, puesto que tu excelente colega, Euphrata, presidenta de la asociación de Faustina la mayor, cuando se lo solicité, te permitió acceder a que yo construyera un monumento (memoriola) de 20 pies cuadrados debajo de la colina, agradeceré a tu Genio si mi monumento es a perpetuidad, con acceso a él y a su alrededor. (Petición) de Geminius Eutyches.”
“Euphrata y Salvius a Chrysopes, Pudentianus, Hyacinthus, (y) Sophron, cuestores, y a Basilius e Hypurgus, escribas, saludos: una copia de la petición enviada a nosotros por Geminius Eutyches, labrador, adjunta a nuestra carta, y, dado que implica (posible) permiso a otros labradores también, vigilareis que no se haga un monumento más grande de lo que él ha solicitado. Enviado el 25 de Julio, en el consulado de Albinus y Maximus.” (CIL VI, 33840- 227 d.C.)
Pilar del labrador, Museo Nacional de Historia del Arte de Luxemburgo
Quienes vivían en una ciudad y quería enterrarse en una de las necrópolis de la ciudad tenían que adquirir el terreno, pero las medidas de las tumbas variaban mucho de unas zonas a otras del Imperio, y guardaban relación con el precio del suelo. En general en Italia eran más reducidas que en el resto del Occidente debido a la escasez de suelo disponible, pues ya desde las leyes de las XII Tablas se exigía que los enterramientos no inutilizaran tierras de buenos rendimientos agrícolas, aunque esta medida debía ignorarse con frecuencia.“Estos huertos próximos a tu casa, Faustino, el pequeño campo y los húmedos prados son de Fenio Telesforo. Aquí enterró las cenizas de su hija y consagró el nombre que lees de Antula, más que digno él mismo de ser leído. Lo natural habría sido que el padre hubiera bajado [antes] a las sombras Estigias; pero ya que no pudo ser, que viva, para que honre los huesos [de su hija].” (Marcial, Epigramas, I, 114)
La legislación romana contenía también algunas disposiciones sobre delimitación de tumbas y herencia de las mismas. La organización del espacio funerario corría a cargo de los magistrados locales, de tal manera que las distintas actividades de carácter legal relacionadas con estas propiedades (compra, venta y especificación de las medidas de cada parcela) quedaban registradas en el tabularium de cada ciudad, donde se guardaba la forma o mapa de su territorio. La disposición definitiva de una necrópolis podía verse modificada por las características del terreno.
“Lucius Lucilius, que fue conocido como hijo de Quintus, nieto de Cneo, de la tribu Claudia; Caius Lucilius Statius. Liberto de Caius. Esta sepultura se extiende en un cuadrado de un octavo de acre romano; el sepulcro está en medio.” (CIL 1.2137)
Sarcófago de Afrodisias, Turquía, foto de Bernard Gagnon
Los diferentes miembros de las élites de Roma eligieron alguna de sus posesiones rústicas para erigir sus monumentos funerarios y los de sus familiares más queridos. Los motivos pudieron ser muy variados, como los vínculos afectivos generados con determinadas propiedades heredadas de sus antepasados; la belleza de algunas de estas posesiones rurales; los deseos de evitar los altos precios exigidos por la compra de parcelas funerarias suburbanas; el intentar evitar la imposición de sanciones pecuniarias por desarrollar programas constructivos monumentales que pudiesen superar la limitación en los gastos funerarios que imponían las leyes suntuarias.
“Este pequeño bosque y estas hermosas yugadas de tierra de cultivo los ha consagrado Fenio al eterno homenaje de unas cenizas. Este sepulcro cubre a Antula, tempranamente arrebatada a sus seres queridos, y en él se mezclarán con Antula sus dos progenitores. Si alguien pretende este campo, se lo aviso, que no lo espere: éste permanecerá perpetuamente al servicio de sus dueños.” (Marcial, Epigramas, I, 116)
Estela funeraria de Onesimus, su mujer e hija. Museo de Tesalónica, Grecia
Frente al emplazamiento de las estatuas decretadas por los decuriones en espacios urbanos, las tumbas de los honrados pudieron ubicarse en necrópolis urbanas o en sus posesiones rústicas, independientemente de que sus ciudades les hubieran adjudicado loca sepulturae. La concesión de una parcela para situar la tumba en la necrópolis de una determinada ciudad no obligaba ni condicionaba al honrado a ser enterrado en ella.
Entre los motivos que pudieron condicionar la decisión de emplazar la tumba en un fundus privado debía encontrarse la necesidad que se tenía en el mundo romano de ser enterrado en un lugar donde se contase con familiares o dependientes que se encargasen de mantener el sepulcro y de realizar, periódicamente, los rituales funerarios establecidos en recuerdo del difunto. No obstante, el enterrarse en una propiedad rústica no siempre garantizaba el mantenimiento de la tumba ni la realización periódica de ceremonias conmemorativas en memoria de los fallecidos.
Torre-mausoleo en Dougga, Túnez. Ilustración de Jean-Claude Golvin
Cicerón temía levantar la tumba de su hija Tulia en el interior de un fundus por temor a que un futuro cambio de propietario dejase la tumba desatendida.“Es un santuario lo que yo quiero hacer y no es posible disuadirme de ello. Mi interés en evitar la semejanza con un sepulcro no es tanto por la indemnización legal como por conseguir al máximo una 'divinización'. Sería posible si lo hiciera en la propia finca, pero, como hemos comentado con frecuencia, me echan para atrás los cambios de dueños. En el campo, dondequiera que lo haga, me parece que podré conseguir que la posteridad le tenga veneración.” (Cicerón, Cartas a Ático, XII, 36)
En el Testamento del Lingón (CIL XIII, 5708) se aporta una solución que parece haberse seguido habitualmente y que consistía en el establecimiento, mediante un fideicomiso, de una fundación sepulcral destinada al mantenimiento de determinada sepultura por la que en una parcela de tierra autónoma, separada del resto de las propiedades del difunto, se situaba la tumba, asignándose unos lotes de tierra a los libertos de la familia, a cambio de que éstos y sus herederos cuidasen a perpetuidad del sepulcro y abonasen una renta que se destinaría al mantenimiento del culto funerario.
"(Mando también) que todos mi libertos y libertas, a los que he manumitido en vida y a los que manumito en este testamento, paguen cada año una cuota (como alquiler de las tierras que les he concedido y que sus sucesores sigan pagando, a perpetuidad, esta contribución), …
Urna cineraria de Aquileia, Museo de la Civilización romana, Roma
Otro motivo por el que un significativo número de miembros de las aristocracias locales optaron por recibir sepultura en sus
fundi pudo haber sido el deseo de no ser enterrados en necrópolis urbanas que, a lo largo de los siglos I y II d.C., se fueron convirtiendo en espacios para la autorrepresentación de “nuevos ricos” y se llenaron de tumbas pertenecientes a los libertos, los cuales las utilizaban para hacer ostentación del éxito obtenido en vida. Estos grupos de población, entre los que destacaron los libertos enriquecidos por el desarrollo de actividades comerciales o artesanales, aprovecharon la ausencia de una legislación que regulase el uso de los espacios privados dentro de las necrópolis para construir tumbas monumentales, ricamente ornamentadas con inscripciones, relieves, estatuas y pinturas murales, que sirvieron para su autoconmemoración. Muchas de las personas que eligieron los sepulcros como lugares para levantar estatuas de ellos mismos y de otros miembros de sus familias carecerían del prestigio o de los méritos necesarios para obtener de las autoridades locales la concesión de homenajes estatuarios en espacios públicos de sus ciudades, por lo que debieron conformarse con erigirlos en sus monumentos funerarios, dado que, en las áreas de enterramiento, los dueños de los loca sepulturae tuvieron plena libertad para emplazar en ellos grupos escultóricos sin necesitar permiso alguno de los senados locales. Por tanto, muchos notables locales optarían por ser enterrados fuera de las áreas de sepultura suburbanas, en tumbas construidas en sus propiedades rústicas, evitando tener que mantener o adquirir una sepultura vecina a tumbas de antiguos esclavos que, además, eran proclives a hacer continua ostentación, en ellas, de la buena posición económica que lograron tras su manumisión, de los honores recibidos o de los actos de evergetismo realizados durante su vida.“Te vas a reír, luego te vas a indignar, por último, te vas a reír otra vez, si llegas a leer lo que, a no ser que lo leas con tus propios ojos, no podrás creerlo. En la carretera a Tibur, a menos de una milla de Roma (lo he visto recientemente) se encuentra el monumento funerario de Palante con la siguiente inscripción: «A este el senado por su fidelidad y afecto para con sus patronos le decretó las insignias de pretor y la suma de quince millones de sestercios, pero se contentó solo con el honor. En verdad que nunca me he preocupado en exceso por esos honores, cuya concesión a menudo depende más de la fortuna que de una decisión justa; sin embargo, esta inscripción especialmente me hizo comprender cuan inapropiados y cómicos eran los honores que a veces se arrojaban en cenagales y basureros de esta naturaleza, y que, en fin, aquel sinvergüenza se había atrevido a aceptar y luego a rechazar, e incluso transmitir a la posteridad como un ejemplo de moderación. Pero, ¿Por qué me indigno? Es mejor reírse, para que tales personajes no crean que han conseguido algo notable, cuando su fortuna los ha llevado tan solo a ser objeto de burla general. Adiós.” (Plinio, Epístolas, VII, 29)
Tumbas de Munatius Faustus y Naevoleia Tyche, Pompeya
En la foto de la izquierda está la tumba original de Caius Munatius Faustus. En el centro está la tumba que su viuda, Naevoleia Tyche, hizo posteriormente con más decoración e indicando el honor que había sido concedido a su esposo (o a ella misma) por el municipio (un bisellium), el cual está resaltado en su monumento (foto derecha)
“Naevoleia Tyche, liberta de Lucius, para ella y Caius Munatius Faustus, augustal y hombre del campo, a quien (él o ella) el municipio, con el consentimiento del pueblo, decretó un bisellium por sus méritos. Este monumento Naevoleia Tyche lo hizo para sus libertos y libertas y para los de Caius Munatius Faustus mientras ella vivía.” (ILS 6373, siglo I d.C. Pompeya)
Pese a la preferencia de un importante número de notables locales por ser enterrados en sus fundi, que les pudo llevar hasta rechazar la concesión de loca sepulturae públicos, éstos se preocuparon de dejar constancia, en los tituli (inscripciones) colocados en las fachadas de sus tumbas, de los cargos que desempeñaron en las ciudades y de los honores fúnebres que las órdenes decurionales les decretaron, mostrando de esta forma su deseo de hacer ostentación de los éxitos alcanzados en la esfera pública ante el entorno de amistades que tuviesen en las zonas rurales. Los notables enterrados en sus propiedades no renunciaron, pues, a exponer públicamente sus méritos en los monumentos funerarios ni a mostrar en ellos el poder y el prestigio alcanzado en la vida pública, como también lo prueba la construcción de tumbas monumentales emplazadas en lugares prominentes de las villas o situadas junto a caminos públicos. A lo que sí renunciaron fue a mostrarlos junto con los libertos en las necrópolis urbanas, evitando entrar en una competición.
Muchas inscripciones enseñan el relato de la vida del difunto, a veces desde su nacimiento hasta su muerte, indicando sus logros o fracasos y los honores recibidos por sus méritos.
INSCRIPCIÓN DEL SEGADOR DE MACTAR (TÚNEZ)
Nací en una familia pobre con un padre de pocos recursos Que no poseía riqueza municipal ni su propia casa.
Con este comienzo viví cultivando la tierra ni para la cual, ni para mí había descanso cuando se recogían las cosechas yo era el primer recolector en cortar los tallos.
Cuando nuestras cuadrillas marchaban a los campos
Para buscar las llanuras nómadas de Cirta o las de Júpiter antes que nadie yo era el primero en los campos dejando atrás el campo lleno de gavillas
Yo recolecté doce cosechas bajo el abrasador fuego del sol entonces abandoné el trabajo manual y me convertí en capataz.
Durante once años dirigí las cuadrillas de cosechadores y cortamos los campos de Numidia.
Este trabajo y vida eran buenos para un hombre de pocos medios.
…………………………………………………………………………………….
Me hizo dueño de una casa y proporcionó una granja
-a la casa no le falta ningún lujo.
Y mi vida ha recogido una cosecha de honores:
fui inscrito entre los senadores municipales, elegido por ellos y me senté también en el consejo.
De ser un pobre campesino, llegué a censor municipal.
Fui padre y viví para ver a mis hijos y mis queridos nietos. ………………………………………………………………………………………
He pasado los años brillantes de mi vida como merecí. Años que ninguna lengua indomable puede mancillar.
Aprended, mortales, a vivir una vida libre del mal.
Mereció morir así, quien vivió una vida sin engaño.
(CIL VIII 11824 = CLE 1238 = ILS 07457)
Reichnisches Landesmuseum Trier, Alemania
Las tumbas se concebían como espacios individuales o familiares, pero, se podía prohibir su uso a los herederos añadiendo la expresión "hoc monumentum (sive sepulcrum) heredes non sequetur", con la posible intención de evitar que los mismos pudieran disponer del terreno o sus construcciones funerarias para venderlos y así impedir los ritos debidos al propietario original. La fórmula “hoc monumentum heredem exterum non sequitur” era una variante para referirse posiblemente a los herederos que no llevaban el mismo nomen del difunto (familia y libertos) de forma que la tumba no cayera en manos de personas que, aunque con derecho a heredar, no se sentirían obligados a cuidar del monumento o dedicarse al culto del dicho difunto, el cual también solía reservarse el derecho de prohibir que otro cuerpo fuera introducido en esa misma tumba.
“Caius Atilius Euhodus, liberto de Serranus, un comerciante de perlas de la vía Sacra, está aquí enterrado. Caminante, adiós.
Últimas voluntades; no se permite enterrar en este memorial a nadie que no sea aquellos libertos a los que he otorgado ese derecho por testamento.” (CIL I, 1212)
Estela funeraria de los libertos Publius Licinius Philonicus y Publius Licinius Demetrius.
Museo Británico, Londres
Los herederos tenían la obligación de mantener la propiedad, de cuidar y atender la sepultura, y sólo si ésta era pequeña y la parcela en que se ubicaba muy grande, podían vender una parte de la misma. La tumba quedaba siempre bajo control familiar, y cualquier venta que fuera en contra de esta disposición se consideraba nula.
Entre los cuidados que se debían dedicar a las sepulturas estaba la obligación de llevar flores en días determinados, generalmente especificados en el calendario festivo romano, como los días de los Parentalia, Rosalia o Violaria, o en días establecidos por los difuntos, que lo dejaban escrito en sus monumentos funerarios.
“A los Dioses Manes. A Lucius Caesernius Primitivus, quinquenal y jefe de la decuria del colegio de los artesanos (collegium fabrum) y a su esposa Ollia Primilla. En sus testamentos dejaron 200 denarios a las cuatro decurias del colegium fabrum para que traigan rosas (a su tumba) en el día del festival de Carna. Lucius Caesernius Primitivus (hizo erigir esta lápida) a sus padres.” (CIL III, 3893)
Las familias más pudientes podían elegir ubicación y reservar terreno de sobra, y, siempre que se lo pudieron permitir, los rodearon de huertos y jardines funerarios, destinados a hacer más placentero el discurrir cotidiano de los fallecidos en la otra vida, y también a la producción de rentas asociadas al mantenimiento de las tumbas.
“A la memoria eterna. Marcus Rufius Catullus, curator de los navegantes del Ródano, para sí mismo, vivo, para su hijo Rufus Rufianus, su hija Rufia Pupa y su hija Rufia Sacirata, fallecida a los 22 años, lega (…) denarios a perpetuidad para la finalización y mantenimiento de esta edícula con su viña y sus muros, así como para costear un banquete todos los meses de treinta (días), de forma que se consuma el decimocuarto. Esta tumba se dedica bajo el ascia. El monumento y su dominio no pasará a los herederos.” (CIL XIII, 2494)
Este epígrafe corresponde a una tumba construida por M. Rufius Catullus a la muerte de su hija Sacirata para albergar las cenizas del resto de los miembros de la familia, aunque no se menciona a la esposa. La tumba de M. Rufius Catullus constituye un auténtico cepotaphium, e incluye una viña funeraria rodeada de un recinto mural como espacio aislado en el que llevar a cabo los banquetes de aniversario en memoria del difunto. El texto contiene la prescripción de una fundación funeraria con un doble objetivo: el mantenimiento y acabado del conjunto y el banquete que debe ofrecerse a perpetuidad todos los decimocuartos días de los meses de treinta (es decir, seis veces al año), para lo que se destina una suma de denarios cuyo montante no conocemos por no haberse conservado esta parte del epígrafe. La protección de la tumba –cuyo carácter religioso viene reconocido por la expresión memoria aeterna– a través de la fórmula sub ascia, que la somete a un régimen jurídico particular, y de la cláusula de exclusividad que la protege jurídicamente (haec opera sive locus heredem non sequetur) eliminando a los herederos testamentarios extraños y asegurando el uso exclusivo a familiares directos o libertos.
Tumba 29 Isola Sacra. Necrópolis de Portus. https:// www.flickr.com/photos/ manolo_ramirez/
El cepotaphium era habitualmente una tumba con un jardín alrededor o adyacente en el que se plantaban un huerto vegetal o de flores o ambos que podían utilizarse para adorno de la sepultura proporcionando un lugar agradable en el que reposar al difunto, o bien aprovechando el beneficio de su venta para mantenimiento del recinto. Los legados testamentarios podían incluir el pago de un guarda para proteger tanto la tumba como el jardín.
"Quiero, además, que el terreno para mi sepulcro tenga cien pies sobre la vía pública y doscientos sobre el campo, porque deseo que alrededor de mi tumba se planten toda clase de árboles frutales y, sobre todo, mucha viña. Nada me parece tan absurdo como el que cuidemos tanto las casas en que vivimos unos cuantos años y descuidemos en absoluto las tumbas, casas en las cuales debemos de permanecer eternamente. Pero, ante todo, quiero que se grabe en la mía esto: Mi heredero no tiene derecho alguno sobre este monumento. Por lo demás, ya tratare por mi testamento de que no puedan recibir mis restos injuria alguna, pues uno de mis libertos será nombrado custodio de mi tumba para impedir que la profanen los paseantes." (Petronio, Satiricón, LXXI)
La más viva descripción de lo que los romanos tenían en mente a la hora de describir los jardines anexos a sus tumbas es la proporcionada por un residente en Roma durante la época de Augusto, de origen griego, llamado Patrón, que decoró la suya, en la vía Latina, con frescos que mostraban un paisaje de jardín y un epitafio de mármol en verso que describía la propiedad:
“Ni las zarzas, ni los espinosos abrojos bordean mi tumba, ningún chirriante murciélago vuela alrededor, sino que todo tipo de agradables árboles rodean mi sarcófago, vanagloriándose de sus ramas cubiertas de frutos. El ruiseñor de claro trino revolotea, y la cigarra emite su melodía con labios de miel, y la golondrina cecea sutilmente, y el gorgojeante grillo saca de su pecho su dulce son. Cualquier cosa que le es placentera a los mortales, yo, Patro, la he conseguido para poder tener un lugar agradable en el Hades.”
Acuarela. Tumba de Patrón
En una placa con inscripción perteneciente al complejo funerario de Claudia Peloris, liberta de Octavia, hija del emperador Claudio, y de Tiberius Claudius Eutychus, liberto imperial, legado a sus hermanas y libertas y sus descendientes se muestra un plano con un monumento funerario, edificios para su mantenimiento y un jardín funerario.
Plano y tumba de Tiberius Claudius Eutyches, Isola Sacra, Italia
En el entorno de las tumbas también se edificarían instalaciones dedicadas a celebrar los banquetes funerarios que se llevaban a cabo tras los funerales o durante las diversas fiestas anuales para recordar a los difuntos como la de Parentalia. Estas construcciones se asemejarían a los comedores (triclinia) de las grandes mansiones romanas en un intento de asimilar el mundo de los muertos al mundo de los vivos.
“Túmulos, pirámides, lápidas, y epigramas, muy poco duraderos, ¿cómo no van a ser absurdos y apropiados para juegos? Algunos instituyeron certámenes y pronunciaron discursos fúnebres ante las tumbas, como si estuvieran ejerciendo de abogados o testigos del muerto ante los jueces del mundo subterráneo. Para colmo de todo eso, llega el banquete ritual. Asisten los parientes y se dedican a consolar a los padres del difunto; los persuaden para que prueben la comida, y la toman no sin apetito, por Zeus, ni porque los fuercen ellos, sino porque están desfallecidos después de tres días ininterrumpidos sin probar bocado.Y van diciendo: «¿Hasta cuándo, oye tú, nos lamentaremos? Deja ya descansar a los espíritus del bienaventurado difunto. Y si has decidido llorar y llorar, por eso precisamente te conviene no estar sin comer, para que tengas fuerzas para hacer frente a un dolor tan fuerte.” (Luciano, Sobre el luto, 22-24)
Triclinium, Catacumba de Kom el Shoqafa, Alejandría, Egipto
El triclinium podía erigirse también dentro del cepotaphium en el que se podría encontrar todo tipo de utensilios destinados a servir la comida para los familiares del difunto.
“Un triclinium con un enrejado y un pavimento, mesa de piedra con base, una mesa de mármol, el tanque de agua del acueducto con sus tuberías y tres grifos de bronce, la fuente en forma de lirio de bronce, tres asientos, tres bancos, dos mesas cuadradas, una mesa de madera de arce, escalones de mármol travertino hacia el osario, las viñas, el jardín.” (AE 1986)
Las alusiones a los alimentos en las sepulturas bien podían deberse a las ofrendas que se debían a los dioses o las viandas que los muertos necesitaban en su viaje al mundo de ultratumba. Algunos difuntos dejaron en sus testamentos e indicaron en sus epitafios legados para que sus herederos ofrecieran comida o vino durante sus funerales y posteriormente en sus tumbas.
“A los espíritus de los difuntos hijos y esposa de Publicius Calistus, que consagró para sí una viña de dos tercios de la mitad de un acre, de cuya producción desea libaciones de no menos de 15 medidas de vino para sea vertido por él cada año.” (CIL XII, 1657)
Estela de Maternus, Römisch-Germanisches Museum, Colonia, Alemania
Parece evidente que los que disfrutaban de dichos alimentos eran los parientes vivos y las sobras las recogían los indigentes que se cobijaban entre las tumbas.
“A ti en cambio se te sirve en una escudilla minúscula un langostino encerrado dentro de medio huevo, una comida de ofrenda fúnebre.” (Juvenal, Sátiras, V)
La violatio sepulcri, o violatio funebris, fue el tipo de delito funerario más temido por el romano, y que más se castigó, pues una tumba podía ser profanada de muy diversas maneras, incluso de forma involuntaria. Para protegerla, además de las frecuentes consignaciones epigráficas destinadas a evitar la venta, reutilización o traspaso por parte de los herederos del difunto o de cualquier otro individuo, que no siempre se respetaba, existía una legislación cuyo fin último era garantizar el valor sagrado del espacio funerario, el respeto del sepulcro y la memoria de los Manes, íntimamente ligada a los orígenes de la familia y también a la tierra.
La pena podía consistir en la condena a las minas para los más humildes y en la deportación para los de elevada condición social. En la época de Septimio Severo llegó a instituirse la pena capital.
“Los gobernantes están acostumbrados a proceder más severamente contra aquellos que ultrajan los cuerpos, especialmente si van armados; porque si cometen el delito armados como ladrones, serán castigados con la pena capital, como proclamó el divino Severo en un rescripto, pero si lo cometen desarmados, cualquier condena puede imponerse incluso la sentencia a trabajo en las minas.” (Digesto, XLVII, 12, 3, 7)
Sarcófago romano, Seleucia Pieria, Turquía, foto de Htkava
Pero esta legislación no impidió que la violación de las tumbas, el robo de objetos de valor o la simple profanación -incluso haciendo sus necesidades encima o al lado de las tumbas- fuera una práctica extendida en la antigua sociedad romana. Prueba de ello es la gran cantidad de epitafios hallados en distintas partes del Imperio en los que aún podemos leer súplicas para que no se lleve a cabo la profanación, advertencias sobre el mal que les puede venir a los transgresores, e incluso los deseos de venganza contra los infractores.
“¿Por qué lloras? Así ha ocurrido, buen esposo, vive tú, adiós. Pero a ti, envidioso, que miras con malos ojos que mis huesecillos estén aquí enterrados, te deseo que -retrasándose tu muerte- vivas enfermo y sin recursos” (CLE 1299).
Los deportados debían ser enterrados en el lugar de la deportación, condenándolos también a que su tumba, lejos de su familia fuese también olvidada. Las inscripciones demuestran que el difunto protegía su monumento indicando en su epitafio que el profanador sería castigado con una multa, habitualmente pecuniarias. Estas disposiciones funerarias particulares correspondían a leyes privadas, que al no ir en contra de la legislación general y estar fundamentadas desde la Ley de las Doce Tablas tenían validez jurídica. Los beneficiarios de las cantidades que podían recabarse de las multas impuestas por los delitos en relación a la violación de una sepultura en cualquiera de sus formas podían ser: el pueblo romano a través del tesoro, instituciones públicas, el fisco imperial, colegios sacerdotales como el de los pontífices de diferentes comunidades o el de las Vestales en Roma, asociaciones profesionales (collegia) y, especialmente desde el siglo IV, la Iglesia. A veces se ofrecía una parte de la multa a la persona que delataba el crimen.
“Yo, Aurelia Rhodous, hija de Hermaios, hijo de Dionysidoros, de Olympos, erigí la tumba para mí misma, mi marido Demetrios y nuestros hijos y nuestros descendientes, y para la más dulce nodriza Olympias, ya fallecida, y para Hermaios, hijo de Dionysidoros, mi padre, y mi madre Chrysogonia and mi segundo marido marido Makarios, ecónomo (oikonomos) del pueblo de Lycia. No se permite enterrar a nadie aquí, la persona que ilegalmente entierre a alguien pagara a la polis de Olympos 1.500 denarios, llevándose la persona que traiga la acusación un tercio. Yo también atendí el entierro de mi hermano de leche Euprepes, de Olympos, y su esposa Aurelia, también de Olympos.” (TAM II 1163)
Estela funeraria de Tesalónica de Aelius Julianus y su familia, Museo Arqueológico de Estambul
En las campañas de propaganda electoral que tenían lugar cada año en los municipios romanos, a veces se escribía donde no se debía. Se hacían pintadas, sobre las tumbas, con los nombres de aquellos candidatos que deseaban presentarse en las campañas electorales para magistrados, lo que puede ser prueba de que los ciudadanos solían leer las inscripciones funerarias. Por ello se aprovecha a veces el mismo epitafio para recordar al infractor que debía respetar aquel lugar.
“Ésta es a la que enterraron su esposo y su padre. Respeta esta obra, tú que andas escribiendo, pues los epitafios con su duelo urgen a ello, y que tu mano se lleve a casa los nombres de los candidatos.” (CLE 1466).
Graffiti electoral, Pompeya
Ver entrada: Funus romanorum, ritos funerarios de la antigua RomaVer entrada: Parentalia, días de los difuntos en Roma
Bibliografía:
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