Fragilidad, término que evoca una premisa sin la cual no podemos enfrentar la comprensión de nuestro mundo actual; fragilidad del ser, pero también del devenir, del modo en que debemos inscribirnos en el mundo en cuanto sujetos de un mundo, pero también objetos mismos de ese mundo. E incluso fragilidad de nuestro mundo técnico, fragilidad del horizonte sobre el que el hombre ha construido su futuro; en tantos ámbitos, pues, es imposible prescindir de este término.
La fragilidad fue primero, como siempre que se trata de cualquier atributo humano, referida a Dios: del Dios apoteósico judaico al Cristo yaciente, débil y desprotegido, al cristianismo decadente del Nietzsche “noble y fuerte”: el ser en cuanto decadencia de sí mismo, en cuanto disminución de la fuerza y en cuanto testimonio jurídico de la muerte de lo absoluto.
Lo que muere aquí, en la filosofía, es el Dios como fundamento del ser, pero también todo lo que se asocia anteriormente a la fuerza y a la determinación: los atributos absolutos son asimismo destronados, para dar paso a esa subversión que cobra fuerza, pero que proviene en realidad de lo débil y de lo marginado: tal es el movimiento contra la Ilustración, movimiento en el que Nietzsche mismo se sitúa como una punta de doble filo, pues en cuanto ilustrado Nietzsche no desprecia la fuerza, sino la debilidad; aunque su condición vital enfermiza y marginal estuviese enfrentada a su teoría: el que ahora reclama la legitimidad del mundo-el poder, en definitiva-, no viene del enfermo Pascal, que todavía era un creyente, sino del nuevo débil, el que afirma su debilidad y su marginación; es decir, no del que habla en nombre del trasmundo, y que en su enfermedad aparece como fuerte, sino el verdaderamente débil, que tras su afirmación explícita de debilidad pretende, mediante el simple derecho, alcanzar de forma astuta la posesión de la fuerza.
La fragilidad del ser se asocia con la fuerza del devenir mismo extendido a lo largo de su propio cuerpo inmanente. Se nos exige la fe en esta fuerza, y se otorga el poderío que era propiedad de Dios a la masa amorfa de lo finito, a la pluralidad de la experiencia, a la afirmación del devenir. Incapaces de encontrar un espacio, un cajón donde guardar la inmensa experiencia alucinante de lo absoluto, agotando todos los huecos y todas las trascendencias ocupables, hemos aterrizado en la realidad más clara y más difícil de afrontar: la que afirma el devenir sin más, la nada de la muerte que nos espera y la finitud del ser humano. Ahora estamos en el discurso del escudero de Bergman en El séptimo sello: no hay nada que preguntar a la muerte, y la bruja que arde en el madero no teme a causa de la carga semántica que ya observa en el tránsito hacia el más allá, sino a causa misma de la nada, como se encarga de señalar el propio escudero: “Teme al abismo de la nada”.
Lo que se propone, por tanto, desde el “discurso de la fragilidad”, está ya en la lengua del escudero de Bergman. Un intento del que salió muy escaldado Nietzsche, pero que, diríamos, nuestro tiempo nos obliga a encarar sin tanto temor. Pero, ¿de veras es tan fácil realizar esta tarea? ¿O no sucumbiremos a los temores metafísicos del caballero? No es fácil la asunción de la finitud en la medida en que ella representa esa fragilidad. Lo decisivo es evitar a Nietzsche: no es posible traspasar la solidez del fundamento metafísico- inaccesible, fantasmal- a la fluidez de un devenir finito: si hemos de hacernos responsables de esa finitud, que sea sin la fe en la fortaleza de la misma. Pues tal cosa sería un sucedáneo más de la actitud metafísica, que pone en otro algo una fuerza que no existe.
El devenir es frágil y finito y el escándalo de la razón es que a pesar de ello hemos de confiar en él: todo se absorbe en esta fragilidad y en ella sobrevivimos. Una supervivencia que no deja de tener sus comparaciones odiosas y paradójicas en la vida real: el enfermo terminal dura en ocasiones más tiempo que el sano, el idiota ve más cosas y acierta con mayor puntería que el sabio o el inteligente.
Nuestra razón está abocada a una eterna contradicción: la que reside entre la experiencia y la expectativa, la que se cobija entre el deseo de certeza y de fundamento y el objeto real de esa certeza y fundamento: un ojo eterno enfrentado a un devenir frágil y finito, una inteligencia infinita cuyo objeto es materia inanimada. La única tarea- inabarcable, en cuanto dura toda nuestra vida, y en cuanto ni en mil vidas podría realizarse- es sólo ésta: aprender a vivir sin solidez en medio del fluido vital. Aprender a moverse en la fragilidad misma.