Nos pasamos la vida diseñando y hablando de diseño y no sabemos en qué consiste exactamente.
Creo que es bueno saber que todo lo que vemos y tocamos está diseñado. Aunque creo que, para simplificar un poco el problema, podríamos reducir el campo a lo que está diseñado voluntaria y conscientemente por alguien. Me refiero, por tanto, a las asas de los cubos y a los cubos, a las gomas de borrar, a los chupetes, a los bolígrafos, a los azadones, a los zapatos, a los pomos de las puertas, etcétera.
Siempre el diseño ha sido funcional. Al objeto hay que darle una forma, y una resistencia, y un filo, o un canto romo, o una resbaladicidad, lo que sea, para que nos sea útil. En eso consiste el diseño.
Pero, ya que se pone uno a satisfacer una mera necesidad, se acaba entusiasmando y deja volar su imaginación, sus deseos de expresión, su afán de notoriedad.
A veces esto último se le va de las manos al diseñador y acaba perpetrando cosas inútiles y absurdas que nos llenan a todos de congoja.
Yo siempre he sido de los de "ande yo caliente y ríase la gente". A veces voy con unas pintas un tanto estrafalarias, pero muy cómodo. Por lo tanto, no me escandaliza ni el casquete-peluca que lleva el de la foto ni el punto tremendo de los puños. Todo vale para combatir el frío. Pero, entonces, ¿por qué ese escote? ¿Para qué las desnudas clavículas, el desprotegido esternón?
Y entonces sí. Entonces sí me atrevo a decir que ese pobre modelo (vedle la cara) es un adefesio y va hecho un mamarracho, y que el diseñador de esa cosa es un inútil y un zascandil de pronóstico.
Y entonces sí. Entonces sí me atrevo a decir que esa cosa es horrible, que su diseñador es un pretencioso y que todo es vanitas vanitatis.
Comparo esa prenda de vestir con mi afeitadora y veo qué es un diseño funcional, ergonómico, pensado con éxito, y qué es un mero parloteo de cacatúa.
Miro ese jersey absurdo y aprendo mucho sobre arquitectura.