by Matteo Pantano
Siete de la mañana. La persiana metálica se levanta al activar la pesada cadena que encalla las manos de Julia. La penumbra de la mañana fría de invierno entra por los vidrios sucios y se reflejan en el pesado mostrador descascarado.
Sobre éste, el diario de hoy, vociferando a los cuatro vientos la realidad circundante en el pueblo. Los primeros clientes del kiosco son albañiles y otros obreros, que llegan en busca de cigarrillos que les permita obtener el humo necesario para arrancar la jornada.
Julia los atiende, inexpresiva, detrás de su pullover gris y estirado. El lugar no es muy amplio, y los rincones están cargados de telas de araña y humedad. Sobre un lateral, una estantería metálica hace de mecedora para juguetes descoloridos y sin vida. Del cielorraso pende un fluorescente incandescente y molesto. La jornada transcurrirá igual que todas las otras anteriores, y que las anteriores de las anteriores.
Ella irá arrastrando las pantuflas por los mosaicos marrones degastados mientras la puerta chirriará cada tanto permitiendo la entrada y salida de clientes automatizados.
La vieja Tonomac pugna por sintonizar una radio de amplitud modulada mientras emite frituras al espacio sideral. En la cocina la pava ya fría, es testigo de un mate lavado y sin azúcar.
Cerca de las doce, Benito, el perro moribundo de la cuadra deja de acurrucarse contra el lado de afuera de la puerta para intentar correrse hacia el sol que se escapa por un agujero en el colchón de nubes espesas.
En ese momento entra Carlitos, el hijo de Rosa, la vecina de la otra cuadra, que vive en el 4º C de un edificio de municipales. Carlitos ya tiene 16 y los ojos gastados de mirar tantos sueños.
Las miradas se cruzan. Julia ya está resignada. Sabe a lo que vino.
El sin inmutarse saca el arma. Ella con el último aliento dice: “Dispara, yo ya estoy muerta.”
P.D.: la idea del texto surge del título del libro “Dispara, yo ya estoy muerto.” de Julia Navarro
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