Revista Opinión
El vigente pontífice Benedicto XVI -Joseph Ratzinger, para los no creyentes- se sometió públicamente a numerosas preguntas seleccionadas entre cientos en un programa televisivo emitido recientemente por la RAI italiana.
I.
Pregunta una madre al lado de su hijo, enchufado a un respirador: "Santidad, ¿dónde está el alma de mi hijo?"
Respuesta de Joseph Ratzinger: "El alma sigue en su cuerpo. La situación se parece a la de una guitarra cuyas cuerdas estén rotas, así que no se pueden tocar. De la misma forma, el cuerpo es un instrumento frágil, vulnerable. El alma no puede sonar, por así decirlo, pero sigue presente. Sin percibir los detalles, las palabras, seguro siente vuestro amor".
Réplica: Si sustituimos la palabra "alma" por la de "mente", el argumento esgrimido por el pontífice permanece intacto; exceptuando la última frase, con la que intenta mitigar la inconsolable tristeza de la madre. Una justificación psicológica para reafirmar la existencia del alma (cristiana) y la necesidad de que la vida debe mantenerse, pese a que la mente deje de gobernar nuestro cuerpo. La pregunta de la madre es radical, sin dobleces: ¿merece la pena seguir acompañando día tras día un cuerpo sin una mente que la sostenga? ¿Debería dejar marchar a mi hijo, que su alma descanse en paz? Ratzinger no se despeina en la respuesta: el alma sigue ahí, subyacente al cuerpo inerte del hijo; salvo que el cuerpo claudique, la vida debe preservarse a toda costa. A su favor: intenta utilizar comparaciones sencillas (el ser humano como una guitarra) que lleguen con claridad a la madre. En su contra, y siguiendo la parábola: ¿para qué puede servir una guitarra rota y sin posibilidad de reparación?, ¿para contemplarla apoyada sobre la pared? La madre plantea a través de la pregunta una duda razonable. Quiere a su hijo, pero este cuerpo que descansa sobre la cama, ¿puede ser feliz, tener proyectos, amar? Lo único realmente tangible en este dilema es el amor incondicional de esa madre. El resto, disputas medievales.
II.
Pregunta Elena, de siete años, que vivió en primera persona el cataclismo en Japón: "¿Por qué los inocentes siguen sufriendo?"
Respuesta de Joseph Ratzinger: "Eso mismo me pregunto yo, pero solo te puedo decir que algún día entenderemos que hasta el sufrimiento que nos parece injusto es parte del diseño de Dios para nosotros".
Réplica: El señor Ratzinger persiste en justificar la necesidad del mal (el dolor, el sufrimiento) a través un corolario inconsistente, demostrable solo post mortem: el plan inefable de Dios y la limitación humana para comprender por qué suceden las desgracias. En este sentido, los argumentos de la Iglesia no han cambiado desde hace un buen puñado de siglos. Vivimos en el mejor de los mundos posibles, pese a no comprenderlo. Las cosas suceden porque Dios las quiere así; los seres humanos somos inmaduros. Solo la muerte soluciona los enigmas que nuestra alma pecadora es incapaz de desmadejar. Por lo tanto, es mejor -siguiendo el argumento de Ratzinger- dejar de hacerse preguntas; es cuestión de tiempo que Dios disuelva nuestra perplejidad en la otra vida. A su favor: nada. En su contra: su pedagogía ante una niña de siete años es cuando menos cuestionable. Supongo que la niña se fue como vino, perpleja. Como todos. ¿Quién no se indigna al observar a diario cómo los inocentes son quienes pagan el pato de las injusticias humanas? Supongo que el señor Ratzinger tiene la respuesta: a joderse tocan. Cuando te mueras, Dios te lo explicará. La vida, en boca del pontífice, es un kitkat publicitario, un intervalo in albis durante el que permanecemos en ascuas, a la espera de que se despejen las incógnitas. Mientras tanto, permanezcamos perplejos, expectantes a que el gran hacedor, el arquitecto supremo, nos sople la solución
Ramón Besonías Román