En la mañana del 1 de enero, millones de jóvenes se agolpan ante los bares aún abiertos y, respirándose mútuamente sus alcoholes, hacen chistes sobre lo barato que será pagar en euros, porque lo que antes costaba un número alto, como 100, ahora es una fracción.
Hijos de contestatarios de los años 60 y 70 y herederos de la clase trabajadora, imitan los protocolos burgueses que odiaban sus padres, que ahora los disculpan porque los extraen del cine y la televisión: por ejemplo, cada día hay más bodas con damas de honor, amigas de la novia, uniformadas con vestidos de tonos pastel y guardando el paso como en las ceremonias de Idaho o Michigan.
Con la corbata desanudada o cayéndose la pajarita de lazo prefabricado, no de hacerlo, ellos se balancean más que ellas, pero todos van igualmente desaliñados. Nada que ver con las ropas impolutas de la medianoche.
Los vestidos largos de las chicas están deshilachados, sucios y mojados, de lluvia o de whisky, y sus maquillajes, corridos. Algunos cantan a coro desafinados temas románticos –nada de rock duro o punk-- y su olor emborracha a los transeúntes.
Fíjese bien, porque es un milagro: esto es exactamente igual en cualquier pueblo o ciudad de España, Francia, Alemania o de los doce países de la UE que han adoptado el euro.
Porque ya, como las viejas monedas, las identidades se han disuelto en formas y hábitos comunes que, además, imitan los moldes estadounidenses del cine y la televisión.
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