Revista Opinión

Divagaciones

Publicado el 21 febrero 2020 por Carlosgu82

La verdad es un concepto muy curioso. En ocasiones tan específico e indubitable y en otras, tan abstracto y relativo.

Se da la ironía que tanto la verdad como la mentira, pese a ser antónimos, tienen ciertas similitudes en la cultura popular: son proclives a la manipulación, te pueden granjear honor, admiración, culpabilidad y/o deshonra por igual, son fácilmente transitables de una a otra…

Pero, ¿no debería la verdad ser intrínseca en sí misma? A fin de cuentas, lo que es, es. ¡Pues no! Quizás debiera serlo, pero no puede. La realidad, que difiere en demasía de la verdad, indica que no existe la certeza absoluta sobre prácticamente nada. Y las especulaciones y discrepancias están en liza desde hace eones.

Los terraplanistas originales, por ejemplo, defendieron durante milenios que la Tierra era plana y tenía “canto», como si de una moneda se tratara. Por no mencionar, cuando estaba fuera de toda duda, que el universo entero giraba alrededor de nuestro planeta…

Hay preguntas para las que no hay respuesta posible (al menos, por lo pronto, en esta vida). ¿Qué hay más allá de la muerte? ¿Existen los extraterrestres? ¿Cuál es nuestro propósito? ¿Cuándo y cómo falleceremos?…¿Quiénes somos?

Lo que sea que contestemos a estas u otras cuestiones, es una verdad. La verdad propia e intransferible de cada uno de nosotros. Y en el microcosmos que compone todo ser viviente, también esa será su realidad.

Si alguien es egoísta o generoso, valiente o cobarde… eso será su verdad y actuará en consecuencia, convirtiéndola en su realidad. Una realidad que será incesantemente perseguida y alentada por la verdad.

La sociedad, desde tiempos inmemoriales hasta nuestros días y seguramente mucho tiempo después en el futuro, quizás hasta en el mismo instante que dejemos de existir como especie, siente una irresistible fascinación por evaluar todo y encorsetar las diferentes realidades que ve entre parámetros que, si bien no son necesariamente aleatorios, pueden ser equívocos.

Supongamos, por poner un ejemplo simple y algo tonto, que hacemos un estudio tipo (el común, sin demasiado rigor ni muy fidedigno) con una porción infinitesimal de la población y la estadística muestra que hay menor número de personas daltónicas que las que no lo son. Podríamos extrapolarlo y aventurar que seguirá el mismo patrón. Entonces, ¿que conclusión nos da? Si la realidad es la misma para todos los sujetos del estudio (todos perciben color) pero hay una minoría que lo percibe distinto al resto de personas, ¿quién decide que son ellos los que ven mal y que la mayoría ve bien?

Siempre sonrío ante la posibilidad de que alguien se pregunte si realmente los que ven correctamente los colores no serían, en verdad, los daltónicos…

Cogiendo el mismo grupo de estudio de antes, quizás saliese también que hay más diestros que zurdos. Y, pese a que nadie creería que ser diestro es motivo para vanagloriarse frente al zurdo, se siguen vendiendo artículos específicos para ese colectivo minoritario ya que, al final, la inmensa mayoría de productos está destinado a compradores diestros. Pero, ¿y si alguien elucubrara con la posibilidad de que ser diestro es una degeneración evolutiva y que, si bien la anatomía humana se compone de dos miembros superiores finalizados en manos prensiles con pulgares oponibles, ser zurdo es lo biomecánicamente correcto?

Sería un cambio de paradigma abrumador…

Como se ve, la verdad de unos pocos es difícil que cale en la realidad de la mayoría, que también tienen su verdad. Alguien puede ser homosexual y esa ser su verdad pero, según en qué lugares de la geografía mundial, deberá ocultarla para encajar en la realidad de otros que consideran esa verdad como antinatural, delictiva y/o punible.

Pero entonces, ¿cómo saber si la realidad que percibimos es la auténtica verdad? La respuesta, en mi opinión, es que no se puede.

Y no se puede por una razón muy básica. Cada persona percibe la misma realidad bajo su propio prisma ético y lo codifica bajo su propia escala de valores que, por otra parte, son completamente subjetivos y susceptibles de cambio en el tiempo.

¡Cuidado aquí! Alerta de spoiler

Internet no contiene, ni de lejos, todas las respuestas posibles. Por ende, tampoco contiene todas las respuestas correctas.

La ciencia y la religión tampoco atesoran todas las respuestas.

Nuestros padres, familiares, cuñados y amigos… en definitiva, nuestro entorno y todo lo que sea susceptible de influirnos, está muy lejos de poseer la verdad absoluta y dogmática.

Sin embargo, el conocimiento es poder. Y al ser humano le encanta el poder. Pero no me refiero al poder sobre los demás (que también), sino al poder sobre uno mismo, su libre albedrío.

Seguridad, estabilidad, capacidad, certeza… son conceptos verdaderamente poderosos a los que el común de los mortales se aferra con determinación, incluso cuando, para muchos, existe una alta probabilidad de que no sucedan en su realidad y no las lleguen a experimentar.

Y es ahí cuando nace la fe, un concepto en absoluto revolucionario, sin que por ello resulte menos excelso. La fe no es más que un artificio, algo onírico, situado entre la verdad y la realidad, un grito esperanzador hacia un futurible benefactor. No se considera verdad, puesto que es un anhelo favorable; y tampoco se considera realidad, puesto que el objetivo que se espera conseguir es modificarla a posteriori.

De ahí que la fe, alimentando su motor a base de esperanza como combustible idóneo, es el cimiento que envuelve la verdad y la senda motivacional para mejorar la realidad.


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