Hace unas horas, conversaba con un cargo de la Junta de Extremadura, de cuyo nombre no quiero acordarme -la discreción manda en estos casos-, y me confesaba con vergüenza cómo numerosos gastos públicos, plagados de excesos, salen de entre las piedras cuando los funcionarios hacen balance. Por poner un ejemplo, alojamiento y comida en paradores nacionales, a cuenta del dinero público, sin estimar costes; pagos desorbitados a fotógrafos, habitaciones dobles para una persona, almuerzos copiosos,... En fin, el sinsentido que acompaña al ciudadano, cada vez que abre ojos y orejas, se repite con alevosía y impunidad, avalado por un sistema podrido por la omertá del hoy por ti, mañana por mí y el ¿acaso tú eres un santo?
Lo que sorprende del caso Dívar no es que se haya aprovechado de dinero público para su propio interés privado. Estos hechos son el pan nuestro de cada día y ya estamos anestesiados contra una corrupción generalizada que nos hace inmunes a la perplejidad. Lo que sí es sorprendente es la respuesta de Dívar a sus acusaciones: "No tengo conciencia de haber hecho nada malo, pero la situación era insostenible". “He sido víctima de una campaña cruel y desproporcionada”. Da la sensación de que el angelito no solo no ha hecho nada inmoral e ilegal, sino que además es víctima de sus propios actos. Es tal la globalización de estas conductas que aquellos que las protagonizan se sienten protegidos por una burbuja de inmunidad moral. Ellos mismos acaban creyendo que gastarse 28.000 euros en tres años y medio en viajes institucionales está no solo justificado, sino que es lo habitual en estos casos en todo aquel que regenta un poder como el suyo. Resulta curioso que la mayoría de estos viajes tuvieran como escenario la ciudad de Marbella.Lo inmoral, al convertirse en pauta extendida, llega a ser considerado por las personas implicadas como una conducta normalizada, en ningún caso sujeta a reprobación y delito. Por eso, cuando estos gastos salen a la luz pública, señores como Dívar se llevan las manos a la cabeza y reclaman para sí el rol de meras víctimas de lo que consideran una mera caza de chivos expiatorios que sirvan de lección ejemplar para navegantes. Y no les falta razón. Dívar representa una metáfora de la corrupción. Con facilidad podemos contentarnos con su sacrificio como razón suficiente para creer en el sistema judicial. Eso es lo que espera el Ejecutivo. Pero el ciudadano no quiere cadáveres sobre los que brindar. Queremos justicia, queremos una modificación eficaz de las reglas de juego y un catálogo trasparente de los gastos públicos. De nada sirve espolvorear de vez en cuando casos como éste para satisfacer la indignación popular, y que después todo siga como antes. Los gastos extra de los funcionarios deben estar regulados y limitados por ley, así como publicados mes a mes en webs oficiales, a disposición, crítica y denuncia de cualquier ciudadano. Los sueldos de todo empleado público deben ser justos y suficientes, determinados por decretos legislativos que impidan la picaresca y el espolio de las arcas. El caso Dívar no solo demuestra la inmoralidad de este señor; saca también a la luz la impunidad e ineficacia del sistema. No deseamos solo que Dívar pague por sus actos; queremos que no vuelva a repetirse. Y que si se vuelve a repetir, sean también los representantes institucionales competentes quienes paguen por su ineptitud y complicidad. La crisis ha puesto sobre la mesa pública las escasa desprotección del sistema de control y evaluación de los empleados públicos, sean éstos maestros, cirujanos o jueces. La corrupción tiene su calor al amparo de la impunidad que la cobija.Ramón Besonías Román