En la era de Donald Trump, la diversidad triunfa en taquilla. Es lo que se desprende de los datos recabados por Box Office Mojo, web que recuenta los ingresos de estrenos en la gran pantalla: en las doce primeras semanas de 2018, solo una transcurrió con una película protagonizada por hombres blancos liderando la recaudación en taquilla. El resto del tiempo dominaron películas en las que los papeles principales pertenecen a mujeres o minorías étnicas.
Una parte sustancial de este cambio, que se anunciaba a lo largo del año pasado, lo ha generado el empuje de una nueva hornada de películas de superhéroes. Los ejemplos más destacados son Wonder Woman (Patty Jenkins, 2017) y Black Panther (Ryan Coogler, 2018). No resultan tremendamente innovadoras desde un punto de vista técnico, pero hacen una fuerte apuesta en términos de representatividad al dirigirse a dos colectivos —mujeres y afroestadounidenses, respectivamente— que perciben con inquietud el giro derechista de Estados Unidos.
Cultura y política son ámbitos estrechamente ligados, por lo que cabe preguntarse si estas películas desplazan las actitudes populares en una dirección más progresista. ¿Se puede considerar que el éxito de Wonder Woman y Black Panther vuelven sociedades como la estadounidense más inclusivas? No es una esperanza absurda, pero sí un tanto precipitada. Si la presidencia de Trump exige referentes sociopolíticos alternativos a los de un sistema de partidos agotado, esos modelos difícilmente pueden emerger del sistema de estudios de Hollywood.
Para ampliar: “El trasfondo político en las películas de superhéroes”, podcast en Julia en la Onda, 2018
¿Superhéroes politizados?
Antes de empezar, conviene hacer tres aclaraciones. En primer lugar, la crítica a este subgénero no guarda relación con su carácter identitario —es decir, centrado en la representatividad de género o étnica—. Muchas de las mejores películas estadounidenses recientes se centran precisamente en las inquietudes del Estados Unidos negro. Es el caso de I Am Not Your Negro, documental sobre el escritor afroestadounidense James Baldwin; Moonlight, que aborda la homosexualidad en comunidades negras, o Get Out, una crítica contra el racismo del progresismo biempensante estadounidense. Entre las películas recientes de tema femenino destaca Ladybird, que arrasó en las nominaciones a los Óscar.
Tampoco se trata de criticar las películas de superhéroes como tales. Aunque el género levanta pasiones —como en 2015, cuando el director mexicano Alejandro González Iñárritu las consideró un “genocidio cultural”—, también puede proporcionar historias ingeniosas y subversivas. La cuestión es examinar superproducciones de superhéroes pretendidamente progresistas, un subgénero que no deja de estar diseñado para maximizar ingresos y que debería entenderse como una propuesta comercial más.
No obstante, estas películas desatan emociones. En la derecha abundan quienes se ofenden desmedidamente ante lo que consideran el enésimo despropósito cometido en aras de la “corrección política” y varios progresistas, con una concepción algo limitada de la política, responden expresando su compromiso ideológico a través del consumo de productos como Wonder Woman o Black Panther. Las películas pasan así a convertirse en fenómenos sociales arrolladores ante los que ningún ciudadano informado puede permanecer indiferente, una dinámica que produce situaciones entre ridículas y cómicas. Naturalmente, las productoras se benefician de la notoriedad que generan estas escaramuzas culturales y no tienen problemas a la hora de promover sus películas en estos términos.
Nada de lo anterior implica que estos superhéroes estén más politizados que sus compañeros de fatiga en Marvel y DC. Como señala el crítico cultural Víctor Lenore, gran parte del interés de los superhéroes radica en su trasfondo político. En el extremo reaccionario encontramos a Iron Man y Batman, playboys multimillonarios que dedican su tiempo libre a eliminar criminales extrajudicialmente. El segundo tal vez se haya convertido en el superhéroe más retrógrado tras la saga dirigida por Christopher Nolan, en la que se insinúa, con escasa sutileza, que la ciudadanía es demasiado estúpida como para entender la realidad y merece ser manipulada. En el extremo progresista estarían los X-Men, patrulla integrada por inadaptados discriminados; Spiderman, trasunto del pringado empollón, y Daredevil, ciego y de izquierdas.
Batman and Iron Man teach us that it’s good for billionaires to build advanced weaponry to use extrajudicially to keep the existing social order stable.
— Existential Comics (@existentialcoms) 8 de diciembre de 2017
Dos casos sugerentes son los de Superman y Capitán América, convertidos en significantes vacíos. Superman proviene de Kansas, por lo que representa al Estados Unidos profundo —no costaría imaginarle votando a Trump—, pero también es un superhéroe con características típicamente judías: extranjero en su propia sociedad y empleado en una profesión burguesa, intelectual y predominantemente progresista como es el periodismo. Y si Capitán América puede parecer, en virtud de su nombre y apariencia, un icono nacionalista, también tiene un origen antifascista, pues fue diseñado como un supersoldado para derrotar a las potencias del Eje. En un episodio de 2015, el cómic de Capitán América generó controversia al enfrentar al superhéroe contra una organización de supremacistas blancos.
Feudalismo identitario y moderación ideológica
Wonder Woman y Black Panther comparten suficientes características como para convertirlas en embajadoras de un subgénero particular: el taquillazo de superhéroe progresista. Dirigidos principalmente a grupos que experimentan una discriminación real en nuestras sociedades, ambos se convirtieron en fenómenos de masas. El resultado son enormes recaudaciones en taquilla: unos 820 millones de dólares para Wonder Woman, en tanto que Black Panther, que sigue en taquilla, ya ha sobrepasado los 1.300.
A estas similitudes se une una estructura narrativa parecida. Los dos héroes crecen en sociedades que reflejan las particularidades de su identidad: Diana, en la isla protohelénica de Temiscira, poblada exclusivamente por mujeres; T’Challa, en Wakanda, un pequeño Estado en África oriental. Temiscira y Wakanda se mantienen aislados del resto del mundo mediante dispositivos divino-tecnológicos, de manera que las supuestas bondades de sus culturas quedan circunscritas a una burbuja. En este sentido, guardan un paralelismo evidente con Hogwarts, el colegio de magos al que asiste Harry Potter y que muchos progresistas anglosajones insisten en presentar como una Arcadia feliz.
Al igual que Hogwarts, con sus elfos esclavizados y su abundancia de magos supremacistas, la composición social de estos enclaves, más allá de un buenismo superficial, resulta inquietante. Estamos ante monarquías de dudoso encaje constitucional, que compensan su obsolescencia política con sociedades hipermilitarizadas y sistemas de defensa disuasorios —Temiscira custodia una espada capaz de matar dioses; Wakanda cuenta con el monopolio de un metal singular, el vibranio, que le permite desarrollar una tecnología puntera y superar las contradicciones de clase entre sus ciudadanos—. Es así como mantienen su competitividad en una arena internacional en la que, por otra parte, ni siquiera participan. En vez de ser utopías feministas o afrofuturistas, representan un sistema que, a falta de un nombre mejor, puede llamarse feudalismo identitario; socialmente retrógrado, espera ser redimido por las características innatas de sus componentes.
El siguiente paralelismo es que, aunque los dos superhéroes podrían protagonizar obras radicales —imaginemos a T’Challa exterminando sistemáticamente a los asesinos de Patrice Lumumba, estilo Múnich, o a Diana derrocando a un monarca saudí a latigazos—, el mensaje que ofrecen es bastante pacato. Wonder Woman se nos presenta como una adalid del feminismo neoliberal que promueven altas ejecutivas como Sheryl Sandberg. Su proceso de empoderamiento consiste en desempeñar con mayor soltura que un hombre una actividad profesional intensa en sectores tradicionalmente dominados por varones, como son la alta política o el campo de batalla —concretamente, el frente francés en la Primera Guerra Mundial—.
A pesar de referentes como Wonder Woman, la industria del cine hollywoodiense sigue estando copada, tanto dentro como fuera de la pantalla, por los hombres. Fuente: Bitch MediaPeor aún, su historia es una alegoría sobre las virtudes del intervencionismo militar, en la medida en que el villano, Ares, pretende firmar un armisticio con Alemania como paso previo para promover un exterminio masivo. La paz que Diana busca establecer en el mundo solo puede alcanzarse mediante el uso de la fuerza armada. “Si quieres paz, prepárate para la guerra”. La película, predeciblemente, obtuvo el reconocimiento de neoconservadores que la entendieron como una reivindicación de su intervencionismo militar. Lo que sorprende es el nulo sentido histórico del guionista, que decidió presentar la Primera Guerra Mundial, antesala de la segunda, como un conflicto ineludible para obtener una paz duradera.
Black Panther da más juego, porque está planteada de manera inteligente. La puesta en escena, con guiños a los Panteras Negras estadounidenses, era provocadora. Wakanda tiene un atractivo innegable para un público afro o progresista, en la medida en que representa un reino africano que ha logrado un desarrollo tecnológico superior al de Occidente sin abandonar sus tradiciones autóctonas. El propio reino es un guiño al pasado de África, que en tiempos preindustriales contó con sociedades más ricas y sofisticadas que las europeas.
Otra cuestión es qué hace Wakanda con el talento y el vibranio que, literalmente, le ha llovido del cielo. Aquí, de nuevo, el balance es desalentador. Como monarca absoluto, T’Challa descubre que el aislacionismo es insostenible y su reino debe implicarse en alguna actividad internacional, más allá de colaborar ocasionalmente con la CIA. Así, decide financiar programas educativos en barrios afroestadounidenses deprimidos, una política exterior de filántropo apocado cuya solidaridad no se extiende más allá de las fronteras del Estado, que gestiona con criterios estrictamente westfalianos. Hemos de suponer que, mientras Fidel Castro enviaba 50.000 soldados cubanos a defender Angola de la Sudáfrica del apartheid, T’Challa se habría fumado un puro.
En realidad, resulta mucho más sugerente su némesis, Erik Killmonger. A diferencia del protagonista mimado, Killmonger, criado en un barrio duro de Oakland, es un superdotado hecho a sí mismo que se graduó en la academia naval de Annapolis a la poco coherente edad de 19, estudió en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (conocido por sus siglas en inglés: MIT) y luchó en una unidad militar de élite. Estas experiencias solo inflaman su odio hacia las potencias blancas, que discriminan a sus minorías étnicas y bombardean países pobres.
La película, sin embargo, niega al villano cualquier atisbo de inteligencia política. Pese a querer poner el vibranio al servicio de los condenados de la tierra, Killmonger no parece haber leído a Frantz Fanon ni visitado a Noam Chomsky cuando estudiaba en el MIT. Lejos de defender un antiimperialismo coherente, solo le interesa destronar a sus enemigos para ocupar su posición. La película reproduce así dos actitudes propias del racismo blanco: la idea de que la superioridad tecnológica implica un mayor desarrollo moral y la noción de que la violencia que los oprimidos dirigen contra sus opresores carece de sentido. Tal vez por eso la película obtuvo una reseña positiva del blog ultraderechista Breitbart, que compara a T’Challa con Trump y a Killmonger con un auténtico Pantera Negra.
¿Hay alternativas?
Se podría objetar que se trata, sencillamente, de películas para pasar la tarde del domingo. Jenkins y Coogler están adaptando cómics, no la obra completa de la Escuela de Fráncfort. Pero cómics, películas y política no son compartimentos estancos, especialmente cuando los productos culturales se promocionan anunciando sus bondades ideológicas. Además, existen superhéroes que, sin darse tantos aires, transmiten un mensaje progresista de manera eficaz y amena. La mayoría de estos referentes hay que buscarlos fuera de Hollywood.
Aunque sus protagonistas no sean superhéroes en sentido estricto, Mad Max: Furia en la carretera tal vez sea el ejemplo más destacado. La obra se caracteriza por la apuesta radical por una visión comunal del heroísmo y una relación profundamente igualitaria entre sus personajes, obligados a huir de un villano que controla los medios de producción —el suministro de agua y petróleo en una Australia devastada—. Pese al innegable magnetismo del personaje principal, Imperator Furiosa, el mensaje feminista más poderoso de la película se encuentra en una tribu de moteras que, pese a saber defenderse, ha optado por construir una cultura menos estéril y patriarcal. Además, tiene el mérito artístico de contar con escasos efectos especiales.
El segundo ejemplo es la serie de animación japonesa One-Punch Man. Su protagonista es Saitama, un tipo con una destreza tan espectacular que elimina a sus enemigos de un solo puñetazo. En una megaurbe en la que abundan los villanos, ninguno está a la altura de Saitama, que se siente poco realizado. La serie juega constantemente con el espectador, inflando sus expectativas con monstruos cada vez más abrumadores a los que el protagonista, con cara de tedio, despacha de un puñetazo. Las principales inquietudes de Saitama son llegar a fin de mes, hacer la compra antes de que caduquen sus ofertas de descuento e intentar medrar en la organización oficial de superhéroes, excesivamente burocratizada y llena de trepas, pelotas y ególatras —un entorno laboral como cualquier otro—.
Saitama cuenta con un seguidor incondicional, el cíborg Genos, que admira su talento marcial. Sin embargo, el protagonista lo cambiaría gustosamente por el éxito social de su discípulo, que acumula grupis y triunfa en la organización de superhéroes. Saitama es tan gafe que hasta sus victorias son pírricas, pues los vecinos le recriminan los cuantiosos daños en infraestructura y mobiliario que causa durante las peleas. La serie deja claro que un mundo con superhéroes y supervillanos sería exponencialmente peor, pues millones de ciudadanos serían masacrados cada vez que luchan. Los superpoderes no causarían un genocidio cultural, como advertía Iñárritu, sino un genocidio a secas.
Ni Mad Max ni One-Punch Man hacen alarde de los valores que promueven, lo que es de agradecer en un sector que parece apostar más y más por un moralismo lucrativo. Ambas historias presentan universos complejos que no terminan de explicar, por lo que el espectador tiene espacio para asombrarse sin la impresión de que le están dando el mensaje masticado. Plantean cuestiones relevantes, pero tratan a su público como adultos capaces de formarse una opinión propia. En una época en que la producción cultural tiende a la infantilización de los espectadores independientemente de los valores que promueva, estos tal vez sean los elementos más subversivos que cabe esperar en series y películas de superhéroes.
Diversidad, ideología, explosiones: superhéroes y progresismo en Hollywood fue publicado en El Orden Mundial - EOM.