Distraídamente, leyendo sin ahondar, ejerciendo una especie de zapping lector, accede a veces uno a frases relevantes. El hecho de que estén despojadas de contexto les dan un brillo especial que, en ocasiones, al ensamblarlas con la matriz que les dio carta de ser, se pierde. Valen más que el texto al que se acogen. Como una nota maravillosa embutida en otras que sólo sirven de gris comparsa. La frase la volví a leer este fin de semana, en un suplemento de cultura: la mayor parte de los escritores no entiende literatura más de lo que las aves entienden de ornitología. La subscribo. Y casi no indago en saber quién la escribió. Alguien, sin duda, ajeno al mundo de la literatura o muy afín a él, pero sin deseos de hacer pedagogía. Como el ave que ignora que es ave. Como esta tarde de martes de noviembre que ignoran qué día la precedió y si habrá otra que la continúe. Está siendo un día largo. De esos días largos y felices que suelen darse de cuando en cuando, arrimado el cansancio a la dicha, no sé cuándo cede una e interviene la otra. Tengo un disco de Dizzy Gillespie que me recarga. He tenido la ocurrencia de ponerlo. Una canción suelta. Nada que dure demasiado. Cuando suena Manteca, el mundo sonríe. Lo tengo ahora de fondo. Cierro este martes de poca síncopa mucho trajín con mi amigo Dizzy. No me ha fallado nunca. Es el pulmón del jazz, con permiso de Satchtmo. Lo tengo ahí, a buen recaudo. No sé si yo estoy pendiente de él o es él quien me cuida a mí. Los dos nos llevamos divinamente. Es una de esas amistades inquebrantables. Me voy.