Hace unos meses leí una obra de esas que dejan marcada la conciencia para siempre: Vida de un esclavo escrita por él mismo, de Frederick Douglass. Se trataba de un libro autobiográfico en el que un antiguo esclavo contaba su vida en los Estados Unidos de mitad del siglo XIX. Luego descubrí que este tipo de obras se convirtieron en todo un género en aquella época, con el fin principal de ayudar a la causa abolicionista, haciendo ver a los lectores que los negros con los que se comerciaba impunemente eran también seres humanos.
En esta corriente se enmarca Doce años de esclavitud, adaptación de un libro de Solomon Northup, que cuenta su infernal experiencia después de ser engañado y vendido como esclavo. A diferencia de Douglass, que nació de padres esclavos y no conoció otra vida hasta su madurez, Northup era un hombre libre y próspero, que había fundado una familia en Saratoga, además de un excelente músico. Es difícil imaginar lo que debió sentir este hombre cuando fue separado de su familia, trasladado al Sur y vendido como si fuera un animal a un amo que tendría derecho a tratarlo como a un objeto de su propiedad. Decía Aristóteles en su Política que la humanidad se divide en dos, amos y esclavos. Pues bien, la condición de esclavo implicaba el trabajo sin descanso para un amo que podía tratar a su mercancía con mayor o menor humanidad, pero su principal preocupación al respecto era de índole capitalista: cómo sacar la mayor rentabilidad a su inversión en una economía (la sureña de Estados Unidos) eminentemente rural y cuya explotación de de estos trabajadores forzados producía enormes beneficios. Cuanto más se portara el esclavo como un animal dócil, más posibilidades tenía de seguir viviendo y no ser castigado. Lo que más odiaba la mayoría de los propietarios es que sus bestias mostraran signos de inteligencia. Y para el esclavo culto, conocer la injusticia a la que estaba siendo sometido era el mayor de sus tormentos, como escribía Frederick Douglass:
“(…) aprender a leer había sido una maldición más que una bendición. Me había permitido apreciar la desgracia de mi condición, sin proporcionar un remedio. Me abrió los ojos al espantoso pozo, pero sin darme una sola escalerilla por la que salir. En momentos de angustia envidiaba a mis compañeros de esclavitud por su ignorancia. He deseado muchas veces ser un animal. Prefería la condición del más mísero reptil a la mía. ¡Cualquier cosa, fuese la que fuese, con tal de librarme de pensar!”
En la magistral película de Steve McQueen las imágenes son el testimonio del espíritu de una época en la que la esclavitud era algo tan natural, tan insertado en la vida cotidiana, que resultaba difícil que quien hubiera crecido en aquel ambiente se cuestionara el status quo. Además, la interpretación interesada de ciertos pasajes de la Biblia (la Biblia sirve también para reforzar las ideologías más inhumanas) daba alimento espiritual a quienes creían en la superioridad de ciertas razas sobre otras, cuyos miembros ni siquiera tenían alma. Esta cotidanidad infame me recuerda mucho a lo que expresaba Hannah Arendt en su crónica del juicio en Jerusalén de Adolf Eichmann: la banalidad del mal ejercitado por gente normal que no es capaz de ver el horror que desencadenan sus acciones. Fustigar la piel de una mujer negra hasta arrancarsela a tiras no es más que una consecuencia lógica de las seducciones que ha ejercicido sobre su amo, el cual no tiene más remedio que redimir su pecado de lujuria castigando al objeto del mismo.
Si Doce años de esclavitud estremece es precisamente por eso, porque los espectadores podemos vernos reflejados en los privilegiados, en los que se aprovechan de leyes injustas para cumplir la ley del mercado que estipula la consecución de máximos beneficios al mínimo coste. La trata de esclavos era más un asunto económico que otra cosa, una competencia del derecho mercantil. La mirada del propietario (un espléndido Michael Fassbender, como de costumbre) sobre su mercancía lo dice todo. Él es el amo, el que regula los ritmos de trabajo y la vida y la muerte de sus negros. La oscuridad del alma humana está condensada en esa mirada. Quizá dentro de un siglo podamos ver una película acerca de cómo nos aprovechamos los privilegiados de hoy en día del trabajo semiesclavo de tantos asiáticos que entierran sus vidas en talleres subterráneos. Y volveremos a estremecernos de horror y a cuestionarnos cómo tal sistema era posible.
Les dejo el enlace al comentario al libro de Frederick Douglass:
http://www.elmurodeloslibros.com/98/articulo/vida-de-un-esclavo-americano-escrita-por-el-mismo-de-frederick-douglass/