Revista Opinión
Haz la prueba frente a un paso de cebra. Mira a izquierda y derecha, comprueba que ningún coche ande cerca, y aunque el semáforo esté en rojo, cruza. Buena parte del grupo de peatones que te acompaña se unirá a ti. Llamémosle inducción de expectativas. Una conducta ilegal, inadecuada o improcedente, se torna en natural cuando alguien da el primer paso. La avanzadilla legitima la acción, camufla la escasez de moralidad, activa al pusilánime.Añadamos otro caso. Si en un grupo humano una propuesta tiene mayor aceptación que otra, los indecisos no dudarán en unirse a aquella que posee más aforo, la que disfruta de más aprecio mediático. Tendemos a afiliarnos al equipo que tiene mayores expectativas de éxito. La navaja de Ockham actúa con sencillez mecánica. A no ser que existan fuerzas mayores, como la necesidad, la tradición o la convicción, los seres humanos tendemos a optar por el caballo ganador (a priori), convenciéndonos de los inconvenientes del resto de alternativas, dando lógica justificación a nuestro criterio.Otro mecanismo psicológico habitual en las relaciones sociales es aquel que provoca la inducción emocional virulenta, es decir, el ametrallamiento constante de una idea a fin de conseguir una eficaz prestancia sobre el imaginario colectivo. La reproducción constante de mensajes emocionales perlocutivos sobre el ciudadano es una estrategia recurrente en el mundo publicitario y también en la actividad política, especialmente durante las campañas preelectorales. Nuestra libertad de conciencia y elección está constantemente condicionada por mecanismos inducidos, de control cognitivo, a través de estrategias emocionales. Tendemos a repetir las conductas que vemos entre nuestros conciudadanos, a elegir aquellas opciones que sabemos tendrán un mayor grado de aceptación social o éxito empírico, y pese a creernos inoculados por una verdad inmaculada, nos dejamos con facilidad influir por los mensajes víricos que conforman el ágora mediática.Recuerden aquel clásico de Sidney Lumet, Doce hombres sin piedad. Un jurado debe decidir si el acusado es culpable o no; las pruebas circunstanciales parecen soplar en su contra. El caso está claro para la mayoría; sin embargo, un solo hombre (Henry Fonda), uno de doce, plantea una duda razonable, obligando al resto a cuestionarse el caso, a dudar de la firmeza de las pruebas. No será fácil; Fonda deberá luchar contra la pereza, las prisas, los prejuicios del tribunal popular.El 20-N pondrá a prueba, como a esos doce hombres sin piedad, nuestra capacidad de elegir sin ceder a la inercia sociológica, a la comodidad o al borreguismo. Si lo miramos bien, una campaña electoral está diseñada para apartar a los ciudadanos de la posibilidad de una reflexión serena. Como en publicidad, donde no interesa al vendedor que el consumidor se piense las cosas dos veces, que delibere su compra, en las semanas previas a cualquier comicio, el votante es bombardeado por multitud de reclamos, la mayoría maniqueos, pretenciosos, premeditados para generar reacciones más que razonamientos. Una campaña es más un acto impúdico de atosigamiento que una oportunidad para el diálogo. Votar debe ser -dentro de la lógica que preside el trasunto preelectoral- un acto irreflexivo, irracional, una respuesta inmunológica, un reactivo subconsciente.Ramón Besonías Román