Título: Mal presagio (II)
Autor: Al Davis
Portada: José Baixauli
Publicado en: Mayo 2017
El Maestro de las Artes Místicas sabe que una amenaza se cierne sobre la Tierra, pero no es capaz de desentrañar todas las señales. Sin embargo, Wong ha podido comprobar en sus huesos que la amenaza es real al ser brutalmente atacado mientras el Hechicero Supremo se encontraba fuera del 177a de Bleecker Street. ¿Qué es lo que sucede y que podrá hacer Extraño para detenerlo?
Creado por Stan Lee y Steve Ditko
Resumen de lo publicado: El Doctor Muerte ha abandonado el trono de Latveria. Los Loa no quieren cabalgar junto al Hermano Vudú. El Maestro de las Artes Místicas sabe que una amenaza se cierne sobre la Tierra, pero no es capaz de desentrañar todas las señales. Sin embargo, Wong ha podido comprobar en sus huesos que la amenaza es real al ser brutalmente atacado mientras el Hechicero Supremo se encontraba fuera del 177a de Bleecker Street.
Una llama púrpura en el interior de un cráneo de elefante. En el interior de la llama, una cadena de siete eslabones. En cada eslabón gravada una palabra que no logra descifrar.
Alguien, en alguna parte, trata de pronunciar los sonidos arcanos a los que remite la extraña caligrafía. Puede escucharlo como un susurro sepultado bajo un viento del Este. Una voz familiar. Quizá la de Víctor von Muerte. Y, de pronto, una mirada en llamas que todo lo incendia.
El Doctor Extraño se despierta sobresaltado. La dispersión del espacio y el tiempo en la que transcurría su sueño se ha desvanecido y sus ojos recorren ahora contornos materiales, firmes, desprovistos de simbolismo místico y, sin embargo, igualmente familiares para el Hechicero Supremo. Se encuentra sentado en un incómodo sillón de un box del departamento de urgencias del Hospital General de Nueva York, junto a la camilla en la que Wong yace con los ojos cerrados. El que un día fue uno de los cirujanos más notables del mundo, se pone en pie y examina de cerca el rostro amoratado y herido de su asistente. La frente hundida por un golpe terrible, la nariz rota, los labios inflamados y negros.
Sin demasiada confianza, el Maestro de las Artes Místicas coloca las palmas de sus manos a un par de centímetros del cuerpo de Wong. Cierra los ojos.
–¡Por la gracia de los imperecederos Vishanti, sana este cuerpo maltrecho!
Nada sucede. El pitido regular del monitor que controla el pulso del paciente. El ir y venir de médicos y enfermeros al otro lado de la cortina verde. Extraño deja escapar un suspiro de pura frustración y guarda sus manos en los bolsillos del pantalón.
–Todos los rastros de magia que soy capaz de detectar están conectados con Extraño o con nosotros –lamenta Hermano Vudú con un deje de decepción en la voz–. Quienquiera que atacó a Wong anoche, no lo hizo empleando la hechicería.
Reunidos en la sala de estar del 177a de Bleecker Street, los tres miembros del Concilio Místico Primero que han acudido a la llamada del Doctor Extraño se miran buscando uno en los otros las respuestas que no encuentra en sus conjuros, ni en las trazas de magia que recorren incesantes el hogar del Hechicero Supremo. Hermano Vudú, Hijo de Satán y la Bruja Escarlata guardan silencio.
–La corriente de las líneas místicas que confluyen en este lugar están contraídas, como si algo las bloquease parcialmente –explica la Bruja Escarlata–. Sin embargo, no entiendo porqué sucede, ni soy capaz de discernir qué altera su cauce.
–Extraño no puede sanar las heridas de Wong. Así que sin duda, está relacionado con su atacante. Debe de poder alterar la magia de alguna forma. Buscamos a un hechicero –concluye, convencido, Hijo de Satán, apoyado sobre su tridente.
La conclusión de su compañero parece convencer a los otros dos miembros del concilio.
–Si es capaz de inutilizar los conjuros de sanación de Stephen y alterar el flujo mágico de esta casa, debe de ser uno poderoso –añade Hermano Vudú.
–No puede ser que nadie sepa nada –interviene Wanda–. No hay tantos círculos místicos, ni camarillas en Nueva York. No hay tantos lugares en los que esconderse.
–Deberíamos consultar el Orbe de Agamotto –sugiere Hijo de Satán.
–No –se niega con rotundidad Hermano Vudú–. Las reliquias de los Vishanti pertenecen al Hechicero Supremo. No somos nosotros quienes deben emplearlas.
–Y, en todo caso, Stephen puede consultarlo tan pronto como regrese del hospital –añade la Bruja Escarlata–. Propongo que salgamos a la calle y preguntemos. Drumm, tú eres uno de los clientes habituales del Club Inframundo y cuentas con la simpatía de Chondu, alguno de sus parroquianos podría saber algo –sugiere Wanda.
Hermano Vudú asiente con la cabeza.
–Yo podría visitar a algunas de las criaturas demoníacas que merodean por la ciudad. A menudo, en el Infierno se enteran de las cosas antes que los demás –interviene Hijo de Satán.
–Bien. Yo empezaré por hablar con Tony Stark. Conociéndolo, alguno de sus satélites de seguridad tendrá un ojo puesto en Extraño y, con suerte, eso podría facilitarnos alguna información. Quizá tenga una grabación del momento en que atacaron a Wong. Es inmoral, pero la paranoia controladora de Tony, en ocasiones, tiene su utilidad.
–Pongamos en marcha, entonces –apremia Hermano Vudú–. No hay tiempo que perder.
Al mismo tiempo, los tres hechiceros se teletransportan lejos del 177a de Bleecker Street, dejando tras de sí un cúmulo de densa niebla gris, un brillo de color rubí y un fogonazo de llamas infernales.
Primero separa los labios secos, lentamente, y nota como el aire se desliza poco a poco hacia el interior de su boca áspera. Después, comienza a alzar los párpados pesados. Entonces nota el dolor que empapa sus huesos. En las piernas, los brazos, el torso, el rostro…, resuena el eco de los golpes recibidos.
–Se… Señor –comienza a pronunciar con dificultad.
–Tranquilo, Wong –responde afable Extraño.
La luz ocupando su lugar ante la mirada del asiático, llenando los contornos y los colores, cada vez menos borrosos, hasta que puede observar el rostro cansado del Maestro de las Artes Místicas, ligeramente despeinado y con la mirada subrayada por dos ojeras malva. El sirviente trata de incorporarse, pero una punzada en las costillas se lo impide.
–Tienes cuatro costillas rotas, además de varios traumatismos severos en el cráneo. Creo que por hoy puedes concederte a ti mismo seguir estirado –se esfuerza en sonreír.
Wong cierra los ojos y vuelve a abrirlos despacio.
–Señor –repite. Abre y cierra la boca pastosa, habla con dificultad–, le buscaba a usted. Está en peligro.
–¿Sabes quién es? ¿Quién te ha hecho esto?
El asiático mueve la cabeza a izquierda y derecha.
–No, señor. Pero debe tener cuidado. Unos minutos antes de que apareciese… –un quejido le ocupa la boca interrumpiendo sus palabras, instintivamente se lleva la mano al pecho–. Algo no andaba bien, la casa lo notó. La magia en la casa lo notó. Yo lo pude notar.
Wong hace una profunda inspiración y el aire, al llenar su tórax, le aguijonea las costillas.
–Tranquilo –insiste Extraño, impotente ante el dolor de su leal asistente–. ¿Quieres que llame a la enfermera?
–Tiene que protegerse, señor –ignora su pregunta–. Corre un grave peligro.
Bajo las zarpas metálicas de la jauría, la nieve produce un sonido esponjoso y quebradizo. Las minúsculas estrellas heladas que cubren la cima de la montaña se destejen cortadas con cada pisada. Trece perros robóticos avanzan al trote y alzan al viento su hocico electrónico rastreando trazas de magia. Sentado en posición de loto en el interior de la gruta estrecha, Victor von Muerte los ha visto con los ojos cerrados y ha desentrañado el desenlace que el destino le depara. El más probable, trata de convencerse mientras abre lentamente los ojos bajo su máscara. Ha escuchado ladridos más fríos que el invierno del Himalaya y ha sentido el calor de su propia sangre derramándose de sus extremidades mordidas.
Cuando el primer perro entra en la gruta, con sus sensores gruñendo, el Doctor Muerte estira su brazo con un gesto violento y descarga un crujiente relámpago azul sobre el cuerpo metálico del rastreador. Con un gemido que casi parece real, el robot cae al suelo mientras sus sistemas, recorridos por la electricidad, se van fundiendo.
El gobernante de Latveria mira en dirección a la entrada. Sólo negrura y silencio. Quizá…, comienza a enunciar un pensamiento, que se ve interrumpido por nuevas pisadas.
La jauría al completo lo cerca. Los gruñidos, la pose amenazante, las fauces temblorosas. Si pudiesen sentir rabia, deseo de infligir dolor, no podrían aparentarlo mejor. Ignoran el cuerpo del compañero caído y fijan sus miradas binarias únicamente en el Doctor Muerte, que adopta una pose defensiva, estática, tratando de abarcar con la vista el arco que forman los doce canes, esperando a que el primero se lanza contra él.
–Vamos… –murmura entre dientes, inquieto.
Sembrando en su presa la semilla del miedo, los rastreadores avanzan centímetro a centímetro, estrechando el cerco. Pacientes, precisos, coordinados. Una formación perfecta.
–¡Vamos! –grita entre la ira y el miedo.
El Doctor Muerte alza los brazos al cielo y descerraja una tormenta de relámpagos azules sobre los cuerpos metálicos de sus enemigos. El primer destello es el advenimiento de un instante de furia. Los rastreadores que no caen víctimas de los rayos se lanzan contra su presa en un ataque salvaje. Hunden los dientes en la armadura de Muerte y la atraviesan. Desgarran la aleación forjada en los talleres de Latveria y el metal destejido se clava en la piel del gobernante. Más relámpagos y gritos, más dentelladas, gemidos y rugidos sin vida, la voz de Muerte maldiciendo hasta que, victorioso, agarra con sus manos el cráneo del último rastreador y con un movimiento cruel, que paladea, separa la cabeza del resto del cuerpo dejando algunos cables al descubierto. Aún se detiene un segundo, a contemplar con satisfacción su trofeo, antes de dejarlo caer con desdén junto al cuerpo inutilizado.
Pero algo no va bien.
No ha podido preverlo.
Hasta ahora.
Antes de que pueda girarse, una patrulla de soldados enfundados en sofisticadas armaduras blancas descargan una ráfaga de sus pesados fusiles de plasma contra el Doctor Muerte. La energía recorre su cuerpo fundiendo cada célula, atrofiando cada órgano, hasta que cae al suelo llenando la cueva con el eco sordo de su cuerpo al chocar contra la piedra.
Muerto.
La puerta abierta deja escapar el ruido, la maraña de voces, música y entrechocar de vasos del Club Inframundo un viernes por la noche. Pero cuando Hermano Vudú la cierra tras de sí, el edificio recobra el aspecto de una construcción abandonada, con las ventanas ciegas y la puerta barrada. Sólo una nariz acostumbrada a la hechicería, como la del haitiano, percibiría las especiadas notas aromáticas de la magia en el aire. Incluso cuando la niebla dulzona del ron de caña enturbia su mente.
El brujo caribeño echa a andar, pero cruzar un par de calles, decide detenerse. De pie, en mitad de la acera, husmea hebras de magia que no son las suyas y, sin embargo, le resultan familiares. Azufre y goma quemada. El perfume del infierno.
Al volverse, Hermano Vudú ve a Hijo de Satán. Pero antes de que pueda reaccionar, traiciona toda lealtad al Concilio Místico Primero y hunde las tres afiladas puntas de su tridente en llamas en el estómago del haitiano. Un quejido ronco reverbera en la calle en silencio sin que nadie lo escuche, salvo Hijo de Satán, que aprieta sus manos alrededor del asta de su arma y la hunde un poco más en el cuerpo de su compañero.
Desesperanzado, sabiendo que ha muerto, Hermano Vudú dedica su último esfuerzo en mirar a los ojos al traidor.
–Lo siento –se excusa cínicamente–. Espero que no te lo tomes a mal, Drumm. No es nada personal.
Ensartado, el haitiano deja escapar un borbotón de sangre que cae sobre el asta del tridente. Hijo de Satán compone una mueca de asco.
–No es necesario que hagamos esto más desagradable –se queja.
Con un movimiento veloz y cruel, gira el arma revolviendo las entrañas de Hermano Vudú y hace que las llamas de su tridente crezcan, haciendo que la vida del haitiano termine.
Extraño enciende la luz del recibidor a medianoche y entra con aire abatido, dejando las llaves sobre el mueble de la entrada. Atraviesa el salón en calma, haciendo un desdeñoso gesto con la mano, para que los libros esparcidos por el suelo revoloteen como pájaros de papel y cuero regresando a sus estantes, para que la madera de la mesa rota recupere su perfecta solidez y unicidad. Para cuando entra en la cocina, ya no queda rastro del ataque en el salón.
El Hechicero Supremo pone agua a calentar en una cacerola metálica y saca de un estante un tarro de cristal en el que guarda una mezcla de hierbas para infusión. Espera paciente a que el agua alcance la temperatura idónea, colocando con cuidado las hierbas en el filtro. Hacer las cosas despacio, calentar el agua como lo hacía su madre y el aroma del té lo reconfortan. El brebaje le insufla calidez al interior destemplado de su cuerpo. Demasiadas horas velando a Wong en el hospital, demasiados interrogantes. Y la amenaza de la violencia escrita sobre el cuerpo de su leal sirviente. Extraño deja escapar un profundo suspiro que interrumpe el débil torrente de vaho que ascendía desde el interior de su taza hasta el techo de la cocina.
Es entonces, distorsionado por el sahumerio de la infusión, cuando lo ve. Una sombra fugaz, un tono distinto de negro en el jardín, al otro lado de la ventana. Una alteración en la noche.
Como si esa visión le hubiese devuelto el vigor del que se ha visto desprovisto durante el día, Extraño avanza decidido hacia la puerta mientras su capa de levitación roja atraviesa el 177a de Bleecker Street hasta encajarse sobre los hombros de su propietario.
Decidido, en guardia, pisa en el jardín a oscuras. Pero no ve nada fuera de lo usual. Ningún sonido extraño. Sólo un inquieto ondear de su capa y el canto de los grillos.
Continuará…
Si te ha gustado la historia, ¡coméntala y compártela! ;)