Revista Salud y Bienestar
En pocas semanas levantaran nuevamente la veda respecto de las celebraciones de Don Carnal. Las calles de nuestros pueblos y ciudades volverán a llenarse, en un estallido de multicolores trajes y alegres chirigotas, de la savia de una maltrecha y sobreexplotada sociedad, ávida de olvidar -por unos días- sus lamentos de telediario, para dejarse arrastrar por este algarabío.
Quienes tuvieran ocasión de pasar unos Carnavales en Venecia me comprenderán enseguida: estas fiestas alcanzan en la ciudad de los canales unos tintes de espectáculo, belleza y originalidad, que no tienen parangón. Una de las figuras más emblemáticas, de cuantas constituyen los más habituales disfraces de su Carnaval, es la del Doctor Peste, o El Médico de La Peste.
La estética de Venecia está muy relacionada, al fín y al cabo, con las múltiples epidemias de Peste que asolaron la ciudad, como ilustra el ejemplo y hecho de que uno de los logos más conocidos, sus góndolas, tengan ese aspecto lúgubre y funerario: por haber servido originariamente y en época de epidemias para conducir los cadáveres fuera de la ciudad.
El disfraz del Doctor Peste supone todo un avance en lo que a medicina preventiva se refiere, contando con los escasos conocimientos de la época: una máscara de enorme nariz que pretendía alejar la pituitaria del médico de las secreciones, y emanaciones del paciente. El antifaz se rellenaba por dentro de todo tipo de productos aromáticos, con los que se conseguía atenuar el hedor de las calles y lugares visitados por el galeno; olor que ya entonces era considerado como uno de los vehículos de propagación de la enfermedad. Por cuanto referimos, y con el paso del tiempo, la palabra peste ha quedado como sinónima de mal olor...
La máscara, con su largo pico encorvado, recordaba a las aves a las que se pretendía agradar por simpatía, ya que por aquel entonces se consideraban las principales fuentes de propagación y contagio, amén de las ratas. Los orificios oculares iban cubiertos por unas gafas de cristales rojos, que proporcionaban una distorsionada visión de la realidad y se suponían impenetrables para el mal.
El Dr. Peste llevaba también una vara que le servía para señalar y mover las cosas, sin que resultase necesario el acercarse hasta ellas, ni tocarlas. Completaba el disfraz un reloj de arena alado (símbolo de lo perentorio de la vida) y, por supuesto: unos guantes, un sombrero de ala ancha, unas botas y una amplia capa/abrigo de cuero negro; elementos con los que se pretendía sumar, a la hora de conseguir un mejor aislamiento del médico.